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El gobernador de Texas envía un centenar de migrantes a la residencia de la vicepresidenta Harris en Washington

Abbott incrementa su presión sobre el Gobierno federal en plena ola de frío y con la resolución del fin del Título 42 pendiente del Supremo

Migrantes durante una noche de bajas temperaturas en el centro de El Paso, Texas (EE UU).
Migrantes durante una noche de bajas temperaturas en el centro de El Paso, Texas (EE UU).JOSE LUIS GONZALEZ (REUTERS)
María Antonia Sánchez-Vallejo

Más de un centenar de migrantes procedentes de Texas han llegado este fin de semana a Washington, hasta la misma puerta de la residencia oficial de la vicepresidenta, Kamala Harris. A bordo de autobuses fletados por el gobernador de Texas, el republicano Greg Abbott, los desplazados, entre 110 y 130 y en su mayoría familias con niños, se suman a los miles llegados desde la primavera a ciudades como Washington y Nueva York, enviados asimismo por Abbott o por el gobernador de Florida, Ron DeSantis, para denunciar la política migratoria de la Administración de Joe Biden. No es la primera vez que la residencia de Harris se convierte en destino final del viaje involuntario de los migrantes. Ya a primeros de octubre Abbott trasladó a un número parecido de extranjeros, en su mayoría venezolanos, hasta sus puertas.

Esta vez las circunstancias han cambiado. Al frente de frío polar que ha hecho estragos en más de la mitad del país se añade la incertidumbre creada por el aplazamiento por parte del Tribunal Supremo del levantamiento del Título 42, una norma aplicada por la Administración de Donald Trump, y luego por la de Joe Biden, para deportar por razones sanitarias por la vía de urgencia y sin posibilidad de solicitar asilo a quienes cruzan la frontera. Pese a una orden judicial para poner fin a la norma el pasado día 22, la presión de los gobernadores republicanos de 19 Estados ha pesado sobre la decisión del alto tribunal, de mayoría conservadora, de alargar temporalmente su vigencia. Las temperaturas cercanas a los 10 grados bajo cero en El Paso (Texas) han convertido estas noches en una nevera a cielo abierto para los peticionarios de asilo, pese a la apertura de albergues improvisados en la localidad. Las ONG que prestan asistencia en la frontera coordinaron con colaboradores de Washington la acogida de los desplazados, algunos de ellos solo en camiseta, que fueron trasladados posteriormente a una iglesia en el barrio del Capitolio, según fuentes de la ONG SAMU First Response citadas por la agencia Reuters.

Abbott, crítico feroz de la Administración de Biden, ha recurrido junto a otros gobernadores republicanos, en especial el de Florida, a esta política de hechos consumados, con el envío de miles de personas a ciudades gobernadas por los demócratas como Washington, Nueva York y Chicago, teóricos refugios para inmigrantes, como suelen definirlas sus autoridades. Mediante este sistema de chárteres, los republicanos pretenden también espolear el debate nacional sobre la llegada de inmigrantes a EE UU. La semana pasada llegaron otros nueve autobuses desde la frontera a Washington, con mayoría de ecuatorianos y colombianos según la citada ONG.

Pero las ciudades demócratas, por mucho que se definan como puertos seguros para los extranjeros, deben lidiar simultáneamente con otro problema que va en aumento, y que el frío inclemente pone de manifiesto: cómo ayudar a las miles de personas sin hogar, muchas de ellas con problemas mentales, que viven en sus calles. La falta de plazas en albergues se ha puesto de manifiesto en Nueva York precisamente por la llegada de más de 21.000 migrantes desde abril y el alcalde, el demócrata Eric Adams, ha pedido ayuda material del Gobierno federal para dar respuesta a la emergencia, que puede desbordarse, afirma, si el Supremo pone fin definitivamente al Título 42, la llave para una deportación casi automática.

A primeros de octubre, Adams declaró el estado de emergencia por la afluencia de extranjeros. En noviembre amplió la red de recursos para los recién llegados, con la creación de ocho centros de información para que los peticionarios de asilo pudieran cursar sus solicitudes —el sistema está saturado— o conseguir los primeros salvoconductos para moverse por la ciudad (la tarjeta de identificación de la ciudad de Nueva York, por ejemplo, o tarjetas de transporte). En un movimiento calificado de errático por sus críticos, el alcalde abrió y clausuró al cabo de unas pocas semanas un polémico campamento en la isla Randalls, al norte de Manhattan, con una capacidad de 1.000 plazas y que teóricamente iba a albergar a hombres que viajan solos. Los pocos inquilinos de Randalls fueron reubicados en un antiguo hotel reconvertido en albergue en el centro de Manhattan. El mismo sistema usado durante la pandemia para cobijar a indigentes, y que se reveló insuficiente y disfuncional según las ONG de derechos humanos.

Ante la doble crisis de alojamiento, por la necesidad de atender a indigentes y migrantes al tiempo, el Ayuntamiento ha pedido ayuda a iglesias, templos y sinagogas para alojar a los solicitantes de asilo. Un comisionado del alcalde sondeó hace 10 días a los lugares de culto de la ciudad para “garantizar un espacio con baño y cocina donde una familia o individuos solos puedan dormir por las noches o vivir temporalmente”.

Los paños calientes con que Nueva York está respondiendo a la llegada masiva de migrantes no impiden dramas como los suicidios de peticionarios de asilo. Hace 10 días, un venezolano de 26 años se quitó la vida en un albergue en Queens. En septiembre, una joven madre de dos niños pequeños hizo lo mismo en el refugio donde vivía, también en ese distrito neoyorquino.

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