Los ángeles mexicanos de Dnipró
Una pareja de misioneros cristianos de México ha hecho posible que más de 50 personas escapen de la guerra en Ucrania. En medio del mayor éxodo desde la Segunda Guerra Mundial, su plan es quedarse para seguir sacando gente y ayudar a quienes más lo necesitan
Martín Corona tuvo una conversación que nunca imaginó con su esposa, Cinthia Báez, hace unos días. Tras varias semanas de la invasión rusa a Ucrania, Báez le dijo a su marido que si las bombas alcanzaban su casa en Dnipró y moría en el bombardeo, le gustaría que la cremaran. Él se quedó en shock. “Nunca en mi vida había pensado en la muerte hasta que nos tocó vivir esto”, confiesa Corona, “pero estamos en una guerra y no sabemos qué va a pasar mañana”.
— ¿Y tú? ¿Qué has pensado de tu propia muerte?
— Yo solamente sé que he vivido mi vida en plenitud. ¿Qué es lo que va a pasar después de esto? Me muera o no me muera, estoy tranquilo porque estoy bien con Dios. No sé cómo explicártelo, pero no estoy preocupado por morir. No estoy pensando en eso ahorita. Mi pensamiento está en lo que va a pasar después de esta guerra y cómo vamos a reconstruir todo lo que el enemigo ha roto y se ha robado.
Corona y Báez son una pareja de misioneros mexicanos que llegó a Ucrania hace seis años y medio. En menos de un mes han hecho posible que más de 50 personas escaparan de la guerra y salvaran la vida. Mujeres, niños, bebés, ancianos, compatriotas que habían quedado atrapados. Más de 10 millones de ucranios, casi una cuarta parte de la población, han tenido que abandonar sus hogares, ya sea como desplazados en otras zonas del país o refugiados en el extranjero, según la Organización de las Naciones Unidas. En medio del mayor éxodo que ha habido desde la Segunda Guerra Mundial, los misioneros cristianos han decidido quedarse en Ucrania para sacar a la mayor cantidad de gente posible y repartir despensas y comida a quienes más lo necesitan y no pueden abandonar el país. “Sentíamos que no podíamos irnos nada más así, no podíamos dar la espalda a todo esto y hacer como si nada estuviera pasando”, afirma Corona.
En menos de doce horas, muy temprano por la mañana, Corona llevará a siete niños y cinco adultos hasta la frontera con Polonia. Será un viaje de 1.000 kilómetros desde Dnipró, en el este del país, hasta Lviv, en el extremo oeste del territorio ucranio. Es un recorrido que ha hecho seis veces en las últimas cuatro semanas. “Ese es nuestro corredor de escape”, explica el misionero de 38 años.
Antes de que estallara la guerra, Corona había viajado muchas veces a Polonia, Rumania y Moldavia —todos países limítrofes con Ucrania— y con los años identificó los puntos en el mapa para cargar gasolina o pasar la noche. “Un amigo ucranio y yo nos sentamos y empezamos a trazar la ruta, nos pusimos a pensar cómo podíamos evitar las ciudades que están siendo atacadas y buscar carreteras alternativas que nos permitieran llegar”, cuenta. El camino hacia el oeste, hacia la oportunidad de empezar una nueva vida, pasa por rancherías, pueblitos, retenes militares e iglesias que han eludido los misiles. Detrás del volante de una camioneta para nueve personas, pero donde han entrado hasta quince, hay que mantenerse al tanto de todas las noticias que llegan y mandar la ubicación en tiempo real por WhatsApp. “Gracias por sus oraciones”, dice el misionero en un video que subió a Facebook hace dos semanas, “vamos hacia el oeste, apenas llevamos 525 kilómetros y nos esperan todavía como 600 más”. En medio de la invasión, las redes sociales cobran un nuevo significado: se convierten en una estrategia de supervivencia.
Quedarse fue una decisión difícil y no era el plan original. “Los primeros días fueron difíciles porque no podíamos creer lo que estaba pasando y no sabíamos lo que íbamos a hacer”, recuerda Corona. Las opciones eran ir hacia alguna ciudad en el oeste o moverse a Moldavia o a Rumania, pero lo primordial era salir. “¿Qué pasa? ¿Vienes o no vienes?”, le preguntaba su familia en Irapuato y los miembros de Amistad Roca, su congregación, en el Estado de Veracruz. Las imágenes de cientos de desplazados abarrotando los trenes para abandonar Ucrania, de mujeres viajando solas con sus cuatro, cinco, seis niños en camarotes pensados para cuatro personas, fueron el punto de quiebre. “Vimos realmente la necesidad de la gente”, comenta Corona. “Antes de la guerra, nosotros ya nos dedicábamos a repartir comida, por ejemplo, a las personas sin hogar o a tratar problemas de adicciones”, dice el misionero, “pero aquí ya no se trata de ayudar para lograr que la gente vaya a tu iglesia, es una situación de vida o muerte”.
“Mi madre me dice que está con el Jesús en la boca”, confiesa. A sus familiares en México les costó aceptarlo. “Ellos no son cristianos, pero entienden que esta es mi labor y que ellos fueron quienes me inculcaron ayudar a los demás, aunque están preocupados”, se sincera. “Hay un desgaste físico porque casi no duermes, un desgaste emocional porque todos los días te despiertas con las sirenas y un desgaste económico fuerte porque llega un punto en que la gente ya no le alcanza para comprar lo que necesita, por más que hagas ya no te alcanza”, comenta Corona. Hace unos días, la pareja tanteó la idea de que ella pudiera salir del país. “Estamos juntos y juntos vamos a seguir”, le dijo su esposa. “Ha habido momentos de enojo, rabia y tristeza”, cuenta Báez. “A veces me quedo mirando al cielo y le pido a Dios que haga algo, que nos conceda un milagro”, agrega después de tomar brevemente el teléfono.
Los viajes en el corredor de escape duran dos días de ida y dos de regreso. Hay que sortear los toques de queda, los peligros del fuego cruzado y es cada vez más difícil conseguir gasolina. La guerra distorsiona todo: lo que es fácil en circunstancias normales se convierte en una odisea. Lo más difícil cae muchas veces en esa zona gris, anodina fuera del conflicto. Decidir cuántas personas viajan, por ejemplo.
El pasado 11 de marzo, Corona emprendió uno de los viajes más peligrosos que ha hecho. Bajó hasta Vasilivka, una localidad de unos 1.000 habitantes en la región de Zaporiyia, cerca de la mayor central nuclear de Ucrania, en control de las tropas rusas desde hacía una semana antes. “Había un olor a fuego, un olor a muerte”, cuenta el pastor. “Era un pueblo fantasma, toda la gente estaba escondida en búnkeres”, agrega. Un grupo de 14 personas, mujeres y niños, le habían pedido que los llevara a Polonia. Con él eran 15 y no había espacio para nadie más. “Se acercó mucha gente y me dijeron: ‘Sácame de aquí, tengo dinero, te pago, pero sácame”. Pero no era una cuestión de dinero. Corona no cobra por hacer los trayectos. Subir a una persona más implicaba demasiado peso y era poner en riesgo al resto. “Fue una de las decisiones más difíciles que he tenido que tomar en mi vida porque no sabes qué va a pasar con esas personas, con los que se quedan”, afirma.
En medio de la huida, Corona asegura que siempre procura detenerse en un comedor instalado por los soldados o en paraderos de servicio. No es por los adultos, sino por los niños. Es una parada para que los pequeños estiren las piernas, jueguen, coman algo o tomen té, un ritual obligado en el país y que los soldados de muchos retenes les piden compartir a pesar de la premura. “A veces muchas personas olvidan que viajan con niños, pero es importante que se desestresen, que puedan ser niños a pesar de todo”, sostiene.
Un avión del Ejército mexicano despegó la semana pasada de Bucarest, la capital de Rumania, para evacuar de la guerra a 62 personas de México, Ucrania y Perú. Y en las conversaciones con los mexicanos que escaparon, los nombres de Martín y Cinthia, los misioneros cristianos, aparecían una y otra vez. “Me quedé con ellos en Dnipró y cuando vi que me iban a dar chilaquiles, te lo juro que se me salieron las lágrimas”, contaba Silvia Mercado, una de las últimas mexicanas en llegar a Rumania junto a María Cristina, su bebé de un año y tres meses. “Nos salvaron la vida, estuvieron pendientes todo el camino y nos ayudaron a trazar la ruta para que nosotros pudiéramos salir”, decía Iliana Monárrez, que huyó con otras cuatro personas de Járkov, una de las zonas más golpeadas por el conflicto. “Es una satisfacción enorme poder servirles, animarlos y ayudarles como pudiéramos”, dice Báez. El matrimonio Corona-Báez estuvo detrás del escape de una docena de mexicanos, ya sea llevándolos directamente a la frontera, consiguiendo choferes, dándoles comida, recibiéndolos en su casa o contactándolos con sitios seguros para seguir su camino.
Los viajes de ida de Corona van cargados de la mayor cantidad de personas posible y regresan con alimentos y productos de primera necesidad comprados en Polonia y que ya escasean a casi un mes del inicio de la guerra. La idea es comprar donde sí hay para llevarlo donde ya no queda más, gracias a donaciones desde México y Estados Unidos. Las entregas a las personas más afectadas se coordinan a través de redes sociales como Telegram, donde se ha tejido una telaraña para organizar nuevos viajes y hacer llegar los productos. Mientras él está fuera, su esposa prepara y distribuye despensas con aceite, pastas y granos para un centenar de familias. Todos los días, ella va a la estación de trenes y coordina la entrega de comida para quienes aún llenan los vagones para salir. El borscht, una sopa típica de Europa del Este, que prepara Pablo, otro misionero mexicano que trabaja con ellos, se ha hecho famoso. “Le queda buenísimo”, dice orgullosa Báez.
En esa cadena humanitaria participan pastores protestantes, sacerdotes católicos, creyentes ortodoxos y civiles. “No importa qué religión tengas ni de dónde vengas ni tu color de piel, lo que importa es ayudarnos entre todos”, dice Corona. Alrededor de una treintena de los más de 200 integrantes de la comunidad mexicana ha decidido quedarse en Ucrania. La mayoría son mexicanas casadas con ucranios, impedidos por ley marcial a abandonar el país, y que no quieren dejar atrás a sus maridos. Algunos son hombres con doble nacionalidad, también obligados a quedarse. Una decena de connacionales están atrapados en zonas de conflicto. Y un pequeño grupo son misioneros como la familia Corona y Pablo.
Con casi un millón de habitantes, Dnipró es la cuarta ciudad más poblada del país y se ha convertido en punto clave de tránsito en el éxodo de ucranios. “La situación es muy complicada, nuestra ciudad está llena de refugiados”, dijo el alcalde Boris Filatov en una entrevista con la televisión canadiense. Las tropas de Rusia no han logrado tomar control de esa región, donde una tercera parte de la población habla ruso como primera lengua. Pero el aeropuerto ha sido blanco de los misiles y la pista está completamente destruida. Las imágenes de la prensa muestran cómo las calles se han llenado de barricadas. Y fábricas, casas y edificios residenciales se han convertido en escombros. “Destrucción masiva”. Ese es el diagnóstico de las Fuerzas Armadas de Ucrania tras los ataques que ha habido en esa ciudad industrial en las últimas semanas.
“No hay punto de comparación para la violencia que estamos viviendo”, dice Corona, que nació en uno de los municipios más afectados por la ola de inseguridad en México. “Ha sido difícil, la vida de mucha gente ha estado en nuestras manos”, dice el pastor. “¿Cómo lidiar con esto?”, se pregunta.
“Tenemos que aplicar lo que hemos creído, como creyentes”, dice Corona, mientras busca respuestas en la fe. “Perdona nuestras ofensas, como nosotros también perdonamos a quienes nos ofenden”, repite. Es un perdón que no olvida el daño ni el dolor, explica, pero que libera a quienes lo otorgan. “Al final del día, tenemos la tranquilidad de que estamos haciendo lo correcto y por eso hemos decidido quedarnos”, reflexiona. “Hasta el final”, afirma antes de colgar el teléfono.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.