Luis Stillmann, el testigo mexicano del horror del Holocausto
Sobrevivió a Mauthausen, ayudó a detener criminales de guerra y migró a México, donde vivió felizmente hasta este viernes, cuando falleció a los 102 años
A Luis Stillmann Rottenstein, fallecido el viernes 6 de septiembre en Ciudad de México a los 102 años, le gustaba recordar las veces que burló la muerte. En 1943, en la noche de su cumpleaños, el 31 de diciembre, una gitana vio en su palma un negro futuro. “No vas a vivir tu próximo cumpleaños”, le dijo la vidente al joven, que pasaba Nochevieja en Budapest, en su natal Hungría, en medio de la Segunda Guerra Mundial. La escena de la gitana le volvió a la cabeza un año más tarde. Stillmann, un judío enviado a un campo de concentración, tenía frente a él a un joven oficial nazi molesto porque algún prisionero le robó unos guantes. El alemán, un mocoso, le apuntó esperando a que alguien del grupo confesara el hurto. La tensa escena fue interrumpida por las órdenes de un superior que pidió dispersarse. Stillmann pudo sobrevivir para contarlo.
Con la muerte de Luis Stillmann, México pierde a uno de sus principales testigos del horror del Holocausto. Nacido en Hungría en un pequeño pueblo, Stillmann acabó en México a finales de los años 40 después de haber pasado por el campo de concentración de Mauthausen, convertirse en intérprete en un campo de refugiados, donde conoció al general George Patton, y auxiliar a los aliados a capturar a los militares húngaros que colaboraron con el exterminio. Después huyó del comunismo y se reinventó como empresario farmacéutico en América. Ha sido uno de los sobrevivientes que dieron su testimonio para la Fundación Shoah de Steven Spielberg.
“Nunca quise rendirme mientras tuve fuerza. Tenía la manía en mi mente de que solo quería vivir un día más después de que Alemania fuera abatida”, le contó Stillmann en 2012 a Yael Siman, una investigadora mexicana de la Universidad Iberoamericana.
A Luis Stillmann le sobrevive su esposa, Miriam Weisz, otra sobreviviente del Holocausto de raíces rumanas, a quien conoció en México, y sus hijas, Patricia y Mónica Stillmann. También numerosos nietos y bisnietos. Renunció a la ciudadanía húngara y se nacionalizó mexicano cuando tuvo a su primera hija. Veía con preocupación cómo su país natal repetía recientemente la historia, con el gobierno del ultraderechista Viktor Orban. “Hoy en día los hijos de aquellos de 1944 marchan con los mismos uniformes de sus papás”, se quejaba.
Luis Stillmann nació el 31 de diciembre de 1921 en un pueblo húngaro llamado Mád, que significa hoy en húngaro. Era una pequeña localidad de 4.000 habitantes al este de Budapest, hoy cerca de la frontera con Eslovaquia. Los registros de la iglesia mostraban que su familia había estado 300 años en la zona. La comunidad tenía un 20% de población judía. “No me acuerdo de un solo día de sol. Mi memoria recuerda una existencia gris”, contaba Stillmann. En 1926, cuando él tenía cinco años, abandonaron el pueblo y se mudaron a una ciudad.
Fue un buen estudiante. Cursó la primaria en el patio de una sinagoga reformista. Pero el antisemitismo ya comenzaba a apretar en Hungría. No le dejaron entrar a un equipo de fútbol con sus compañeros porque era judío. Después de la primaria, estudió ocho años de preparatoria y se graduó con honores. El periódico local lo recogió con sorpresa. “Causó revuelo porque se preguntaron cómo fue posible para que la escuela permitiera a dos judíos salir con la máxima distinción”, señaló.
Se graduó en julio de 1939, cuando los “barruntos de guerra” eran inminentes y estaban presentes en todos lados. Las leyes anti judíos le prohibían ingresar a la universidad. Se tuvo que conformar con un oficio y escogió ser ebanista, aunque no resultó muy bueno, en su opinión.
Con algo de picardía, se empeñó en la idea de continuar sus estudios. En febrero de 1941, tomó un tren con dirección a Szeged. Sabía que el rector de la universidad era un vocal intelectual antinazi y esto le dio esperanzas. Este era Albert Szent-Györgyi, un químico que ganó en 1937 el Nobel de Medicina al descubrir que la paprika era una fuente rica en vitamina C.
Stillmann esperó a Szent-Györgyi afuera de su oficina y cuando lo vio le rogó que lo matriculara en la escuela de Medicina. El rector consideró su súplica, pero creyó que esa carrera era demasiado riesgosa. Le ofreció Derecho y lo becó íntegramente.
Con su llegada a la universidad, Stillmann descubrió una laguna legal. Las normas eximían a los estudiantes universitarios del reclutamiento. Estas no especificaban que los judíos fueran excluidos porque no se les permitía ir a la universidad. Stillmann se presentó con sus papeles de matrícula en el servicio militar y con ellos evitó sumarse al frente.
“La broma con su excelencia Szent-Györgyi me salvó la vida por primera vez”, dijo Stillmann en su entrevista para el Museo Memorial del Holocausto de Estados Unidos. Si su suerte hubiera sido otra, probablemente habría engrosado las filas de los batallones que lucharon contra los rusos en Stalingrado. En cinco meses murieron allí 40.000 judíos húngaros jóvenes que se habían integrado a las fuerzas comandadas por los alemanes.
El 6 de junio de 1944, el mismo día del Desembarco de Normandía, Stillmann, junto con todo judío entre los 18 y los 58, fue llamado para ir al frente. En esa ocasión no hubo papel que valiera. Se despidió de sus padres. Fue la última vez que los vio.
Fue reclutado en un batallón de judíos y gitanos. Tras fingir una lesión, un día fue llevado a un hospital. Un médico le hizo un corte en un pie para que no volviera a los depósitos de municiones donde debía trabajar en condiciones hostiles. Quería comprar tiempo. Los rusos avanzaban y estaban a solo 50 kilómetros de su ciudad.
Los militares húngaros, sin embargo, lo llevaron a él y a otros 4.000 judíos a la frontera de Hungría y Austria para entregárselos a los alemanes. Era marzo de 1944 y el gigantesco grupo caminaba en casi completa oscuridad. Era custodiado solo por un puñado de soldados. “Toda mi vida me persiguió la idea de por qué no me escapé aquella noche”, confesó casi 70 años más tarde.
Por varios meses su trabajo fue cavar trincheras y buscar minas en descampados para los nazis hasta que un día ordenaron su traslado a Mauthausen. Cuando llegó, en marzo de 1945, ya la guerra estaba en su fase final. El caos imperaba dentro del campo de concentración, que estaba lleno. No había espacio en las barracas y la comida escaseaba. A Stillmann se le quedó grabado en la mente una escena de soldados rusos comiendo pedazos de carbón.
La liberación
El prisionero sobrevivió con astucia. Una vez un falso pasaporte portugués lo sacó de aprietos. También su habilidad para hablar francés, alemán e inglés. Fue trasladado a Gusen, uno de los campos satélites de Mauthausen. Su salud se fue deteriorando por la falta de alimento. Se hacía té con cortezas de pino para engañar al estómago. “Ya no nos hicieron trabajar. Los guardias ya no tenían órdenes qué seguir porque ya no tenían superiores”, recordó Luis Stillmann.
La liberación llegó un día entre gritos y algunos disparos. Los últimos guardias abandonaron sus puestos. Los prisioneros fueron al almacén a buscar comida. Stillmann se tuvo que arrastrar para alcanzar un pedazo de pan.
Su habilidad con los idiomas lo hizo intérprete de un campamento de desplazados improvisado una vez que los estadounidenses tomaron el control. Entre mayo y septiembre de 1945 trabajó para militares que formaban parte del tercer ejército de Patton. Volvió a su natal Hungría, donde ayudó con traducciones al comité que investigó y rastreó a criminales de guerra. Su trabajo auxilió a los estadounidenses a detener a Ferenc Szálasi, el líder húngaro de extrema derecha que colaboró con el régimen nazi.
“Pagué un ganso para que me dejaran entrar a ver cómo lo colgaban. Yo lo vi colgado. Sentí satisfacción porque algún tipo de castigo en el destino debe existir”, le dijo Stillmann a la académica Yael Siman. Aquel marzo de 1946 también ahorcaron al médico pediatra que mandó a su tío a encontrar la muerte en Dachau.
En la ciudad bávara de Ansbach, Stillmann fue nombrado encargado de un campamento de Naciones Unidas con 8.000 víctimas desplazadas. Sin embargo, quería dejar atrás todo. Viajó a París con la esperanza de tramitar una visa para emigrar a Estados Unidos. Esta nunca llegó. Un tío suyo que vivía en Texas y había vivido en México le recomendó en su lugar pedir un visado de turista.
Stillmann sabía poco de México. Lo principal lo había tomado de El dios de la lluvia llora sobre México, un libro sobre la Conquista escrito por el húngaro László Passuth. Llegó al país desde Panamá después de cruzar el Atlántico en un buque. En el nuevo continente encontró una nueva vida y un futuro luminoso sobrado de identidad y memoria.
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