Tres formas de narrar la violencia e infinitos modos de leerla
El español Fernando Aramburu, la ‘chilestina’ Lina Meruane y la mexicana Liliana Blum reflexionan sobre su literatura, marcada por diversos contextos violentos
Si uniéramos con una línea de puntos sus lugares de origen, se formaría un triángulo irregular que cubriría gran parte del Atlántico norte y del subcontinente americano. La distancia que separa a los escritores Fernando Aramburu, del País Vasco (España), Lina Meruane, chilena de origen palestino, y Liliana Blum, de México, es abismal. Todos tienen, sin embargo, una relación más o menos estrecha con algún tipo de violencia, política o familiar, que ha dejado huella en su literatura, ya sea desde la ficción o desde la crónica personal. El terrorismo etarra, la ocupación israelí en Palestina o la violencia feminicida atraviesan sus obras de forma singular, con lenguajes y escenarios personales e intransferibles, pero que interpelan a quien los lee en cualquier parte. Lo que cada lector haga después con ello, concuerdan todos, queda fuera de su alcance.
Para Aramburu (San Sebastián, 65 años), la presencia de la violencia de ETA en su memoria y su formación personal la volvió ineludible en su literatura. “Por desgracia, crecí desde la niñez muy cerca de este fenómeno. Mis recuerdos están llenos de imágenes sangrientas, de episodios muy tristes, muy lamentables”, razona: “Sería raro trazar un dibujo de mi época sin abordar un tema tan presente”. Ese bosquejo aparece en los relatos de Los peces de la amargura (2006) o en su novela coral Patria (2016), entre otros. “Por primera vez les ven la cara a las personas que sufrieron algún tipo de agresión o de pérdida”, cuenta sobre el primero de ellos. “Cómo lo vivió, por ejemplo, la madre de un terrorista encarcelado, o cuál es el día después de una mujer que quedó viuda. Eso no te lo va a dar un libro de historia ni un periódico, pero sí una novela, porque te mete en la intimidad de alguien”, resalta. Para él, lo más importante es construir a sus protagonistas, luego busca el hecho histórico y los antecedentes, pero nunca al revés: “Pongo a convivir personajes y estos personajes no están al servicio de un tema. Los temas van saliendo”.
Fernando Aramburu vive desde hace años en Alemania, una distancia que le ha dado cierta perspectiva, pues observa los acontecimientos que afectan a España a través de la prensa local. “Es muy interesante saber cómo nos ven, tal vez para saber cómo somos”, dice el escritor, que ha “aprendido a vivir sin identidad”. La mirada ajena tuvo mucho que ver, para Lina Meruane (Santiago de Chile, 54 años), en su inmersión en su condición de palestina. Procedente de Chile, donde esta comunidad es numerosa y bien acogida, creció sin cuestionarse esa parte de sus orígenes, era “un rumor de fondo familiar”. Fue en Estados Unidos, con la caída de las torres gemelas, cuando ese cuestionamiento comenzó. “Me di cuenta de que había una tesis de que los culpables eran los palestinos. En ese momento tuve la primera luz roja de que yo portaba una identidad problemática”, relata.
Meruane fue tomando conciencia de ese “proceso de estigmatización y esa historia de violencia” y adoptando una posición política cada vez más fuerte. Viajó varias veces a Palestina —”la distancia se ha ido acortando”— y comenzó a escribir unas crónicas personales que desembocaron en Palestina en pedazos (2021). También cuenta con un ensayo lírico, Palestina por ejemplo (2018), pero hoy se siente más cómoda hablando desde el yo. “A pesar de que, hasta ese momento, tenía mucha más escritura en la ficción, en la metáfora y en todas las operaciones lingüísticas más propias de la ficción, sentí que algo me llamaba a hablar de mi propia experiencia”, explica.
Solo tiene un cuento sobre Palestina, que hoy le parece una “ficción estremecedora” por su cercanía con la realidad, y no se plantea volver a ese género para tratar el tema: “En términos de denuncia, necesitaba que el lector tuviera muy claro que esto es lo que yo había visto de verdad. Y también hacerme cargo de mi propio lugar de enunciación, para que el lector decida hasta qué punto me sigue y a partir de dónde no está de acuerdo”.
La chilena tomó conciencia de su identidad palestina “de la misma manera que si una es maltratada como mujer empieza a pensar sobre su feminidad”, sintetiza. Una cuestión que hunde sus raíces en la literatura de Liliana Blum (Durango, 50 años), a quien le interesa la violencia personal, que a veces se produce dentro de las familias o de las parejas, “con consecuencias tremendas”. “Creo que escribir de lo que más me aterra es una forma de vacunarme contra ese miedo”, explica la autora de libros como El monstruo Pentápodo (2016) o Cara de Liebre (2020), donde explora la violencia sexual y la pedofilia. Ella, como Aramburu, se sirve de la ficción para plantear sus escenarios del terror, donde se siente más libre de contar las historias que quiere, sin las restricciones que ve en otros géneros.
“Mis personajes suelen ser víctimas, pero nunca se asumen como tal. No solo sufren, casi siempre toman las cosas en sus manos e intentan, aunque no lo logren, defenderse”, explica. La impotencia y las ganas de venganza son una constante en sus protagonistas, a los que siente que ahora dibuja de forma más generosa. “Antes escribía con más rabia, me he vuelto más comprensiva. Trato de explorar la situación de mis personajes, pero tampoco los justifico”, expone. También Lina Meruane decidió abandonar la rabia. “El dolor y la indignación están ahí, lo que pasa es que retóricamente no sirven”, desarrolla: “Es una energía para contar, pero no es un buen recurso para el relato”.
La contención juega un papel esencial en los relatos de los tres autores. “Estoy en un proceso de depuración lingüística y me prohíbo un adjetivo superfluo”, cuenta Aramburu. “Además, mis historias que transcurren en el País Vasco de alguna manera remedan los usos lingüísticos del lugar. Me he criado entre gente parca en palabras”. En el caso de Meruane la contención se refleja en el retrato de una opresión que es sutil, que no es la de los cuerpos bajo las bombas. “Hacerte esperar en los checkpoints, las revisiones, el abrirte constantemente las maletas…”, enumera. Blum, por su parte, despliega un “lenguaje muy pulcro”, no trata de “retratar el calor de los que ejecutan la violencia”, dice, pero es cruda en las descripciones, no se deja nada atrás.
Hablar de la violencia desde la intimidad de las casas contribuye a crear un relato más matizado de la realidad, a profundizar más allá de lo que dice la prensa o el relato oficial, concuerdan los escritores. “La literatura, como el cine o la música, contrapone un discurso propio. El receptor puede tener más tiempo para reflexionar”, valora Aramburu. Su superventas Patria, por ejemplo, fue la chispa que suscitó una conversación pública y pacífica en el País Vasco sobre la violencia de aquellas décadas. “Las víctimas comprendieron que mi libro y otros similares les confirmaban que fueron tratados injustamente. Eso es muy importante para ellas. Y también que se creó memoria, que todo lo que sufrieron no quedó como polvo debajo de la alfombra”.
“Creo que la literatura ayuda a ponerle cara a la violencia”, abunda Blum. “Cuando escuchamos que hay 11 feminicidios al día, bueno, es un número. El libro te llama la atención sobre algo en lo que estás inmerso, pero realmente ya no estás viendo”, considera. Para Meruane, como para Aramburu y Blum, hay diferentes tipos de literatura, también las hay que confirman ciertos relatos oficiales. “La que a mí me interesa”, dice ella, “es la que pone en tensión esas confirmaciones. Las problematiza, les da la vuelta, las examina”.
En sus libros se incide en las preguntas más que en las respuestas. El horizonte se amplía, pero hacia dónde camina cada lector al cerrar la tapa del libro es siempre un misterio. “Un pedófilo no va a hacer la misma lectura que una madre”, dice Liliana Blum. “Uno no tiene control sobre eso. Lo que nos queda es contar una historia, mostrar unos personajes lo más humanamente posible y el lector pondrá la otra parte”, concluye.
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