Las dos figuras de las masas
La multitud civil se ha partido en tantos fragmentos identitarios como se han hecho necesarios para “visibilizar” a sus componentes y facilita el trabajo de la mercadotecnia y la propaganda demagógica
Je revois la ville en fête et en délire...
La publicación en 1895 de la Psicología de las masas, de Gustave Le Bon, disparó la atracción general hacia el tema y despertó en muchos intelectuales un interés que no ha dejado de crecer desde entonces.
Podríamos hablar de una primera figura de las masas: la muchedumbre inorgánica o libre, mezcolanza de hombres y mujeres de todos los órdenes y rangos que inunda las calles de las grandes ciudades de Europa y Norteamérica en las sucesivas oleadas migratorias desde el medio rural o provinciano hacia el urbano, espoleada al mismo tiempo por la disolución de los vínculos de servidumbre, la Declaración Universal de Derechos y la revolución industrial. Esta muchedumbre es la forma sensible del pueblo en su sentido moderno.
Ya no se trata de la comunidad dotada de una identidad cerrada y homogénea, típica de las sociedades tradicionales, el “pueblo de Dios” cohesionado en torno a una fe religiosa única y excluyente que sirve como instrumento político de tutela de los súbditos. El pueblo que nace de las constituciones ilustradas se caracteriza por el anonimato de la igualdad: no es una clase, ni una nación, ni una facción; es, parafraseando a Georges Bataille, la comunidad —siempre abierta e indefinida— de los que no tienen por qué tener nada en común. Una colección irreductiblemente plural de individuos que, al no compartir más que una misma ley civil, no pueden apoyar su moralidad en ningún credo clerical y necesitan fundamentos más universales para sustentar lo que John Rawls llamaba un “consenso implícito”.
Pero no es esta masa la que llama la atención de políticos e intelectuales desde el siglo XIX: lo que intelectuales y activistas ven con temor o con esperanza es el poder de la masa cuando se la utiliza como fuerza política. De hecho, esto era ya lo que llamaba la atención de Le Bon, cuya reflexión nace ante la incipiente organización del movimiento obrero, y es también lo que ilusionará o atemorizará después a muchos en la época de los grandes movimientos de masas del siglo XX, el fascismo y el comunismo.
Claro está que esta es una segunda figura de las masas, en cierto modo contrapuesta a la anterior. Es la masa organizada y dirigida: no tan uniformada como la de las demostraciones gimnásticas y los desfiles militares que tanto gustaban a los dictadores totalitarios, pero sí tan entusiasta y ciega como la de los mítines o las grandes manifestaciones. Tiene algo de retorno al feudalismo, pero en ella las creencias religiosas han sido sustituidas por los eslóganes ideológicos y, más exactamente, por las consignas con las que los convocantes controlan su movimiento.
Hablando de la concentración en la que prendieron fuego al Palacio de Justicia de Viena en el verano de 1927, Elias Canetti atestigua que lo que mueve el torbellino en una única dirección es el grito de “¡Fuego!” y, más tarde, el fuego mismo, ya que la masa vincula su propia duración a la de las llamas y lucha contra su extinción. Pero, mientras dura la quema y la consigna se mantiene viva, el anonimato de la igualdad civil es sustituido por el de la identidad colectiva, y los manifestantes se convierten en una nación, una clase o una corporación cerrada y explícita que se incendia a la voz de “¡Fuego!” al servicio de un objetivo que solo conocen, con suerte, quienes hicieron saltar la chispa.
La primera figura de las masas se encuentra entre nosotros en franca decadencia. Nada resulta ahora más sospechoso que el anonimato de la igualdad que caracteriza al firmante sin rostro del contrato social, al elector —cuyo voto es secreto— o al que aspira a serlo, al espectador invisible oculto en la oscuridad del patio de butacas o en la impersonalidad de la transacción comercial. En esa privacidad se adivinan hoy toda clase de abyecciones para cuya prevención se le humilla sistemáticamente obligándole a confesar su identidad (nacional, sexual, lingüística, económica, sentimental, étnica, etaria, familiar, etc.) en mil y un registros sólidos y líquidos.
El público que invadió antaño las galerías y los museos, los lectores de periódicos, pasquines y novelas, esa masa de desconocidos —en la que el azar puede traernos la fortuna o la desdicha, como en La Foule, de Edith Piaf— ya resultó muy incómoda en su primera aparición; por ejemplo, hizo que apreciar el valor de las obras de arte se tornase mucho más difícil que cuando estas se realizaban por encargo para una clientela cautiva y pasaban a formar parte de los rituales de una confesión obligatoria; de hecho, esta apreciación se volvió tan problemática (y tan interesante) que forzó la necesidad de un juicio tan libre como la obra e hizo nacer la crítica literaria y artística. Y gracias a esta muchedumbre sin nombre los votantes dejaron de estar tan bien estabulados como cuando les obligaban sus vínculos de lealtad y servidumbre a los caciques.
En nuestros días, los departamentos de marketing, órganos de propaganda de partidos políticos y empresas demoscópicas en general se han tomado la revancha. La multitud civil se ha partido en tantos fragmentos identitarios como se han hecho necesarios para “visibilizar” a sus componentes, contabilizar sus perfiles, incluirles en la correspondiente comunidad de clientes, votantes, consumidores o simpatizantes y fidelizarles, lo que —una vez convertidos estos datos menores en grandes números— facilita el trabajo de la mercadotecnia, la propaganda demagógica y los estudios de intención de voto.
Y por ello, y al mismo tiempo, estos fragmentos desgranados de aquella muchedumbre han dado lugar a una resurrección de la segunda figura de las masas, liberada de la pesada carga ideológica que arrastraban sus precedentes del siglo anterior, obligados a fingir un simulacro de doctrina; así aligeradas, estas mareas de identidades mudables y postizas incendian de tanto en tanto la atmósfera de los nuevos medios de difusión de consignas y ponen en pie de guerra cibernética a sus ejércitos de voluntarios, que pasan de las pantallas a las calles si las consignan se gritan lo suficientemente alto. El anonimato en el que decimos que se amparan para actuar no es el del individuo que se sabe igual a los demás, sino el de quien se oculta en un nosotros para sentirse diferente.
Uno de los síntomas de su éxito es que hoy día se ha vuelto mucho más fácil determinar el valor o disvalor de las obras artísticas, en trance de ser devueltas a su condición de objetos rituales para una comunidad de fieles que han superado el esnobismo de la crítica de arte: basta con leer la proclama moralizadora para darles la bendición. Otro es que también los votantes empiezan a estar mucho mejor estabulados, ya que se les toma la temperatura varias veces cada día para que sus tutores puedan vocear “¡Fuego!” en la dirección que más les convenga.
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