Por otro año sin reforma
Espero que, como mucho, le demos un toque de chapa y pintura a nuestra Constitución, alterando aspectos cosméticos y no sustantivos de nuestra Ley Fundamental
Cerramos el año político como siempre: haciendo el balance de lo bueno y malo, y con el propósito para el próximo de que, esta vez, sí, reformaremos la Constitución. Espero que no. O, como mucho, que le demos un toque de chapa y pintura, alterando aspectos cosméticos y no sustantivos de nuestra Ley Fundamental.
Porque, para empezar, no existe consenso para una reforma importante. Las posiciones en la cuestión territorial están tan polarizadas —un océano separa a PP y PSOE, una galaxia a Vox y los nacionalistas— que no se puede vislumbrar una plasmación constitucional del Estado autonómico más aceptable que el statu quo. Unos quieren descentralizar más; otros, recentralizar. La Constitución no fija con claridad las competencias de las comunidades, pero ningún hipotético dibujo nítido de esas responsabilidades generaría más consenso que el esbozo actual. Mejor un articulado vago que un texto fantasmagórico que asuste a los representantes políticos que tienen que resolver todo tipo de contingencias en educación o sanidad. Por ejemplo, una pandemia. Como bien saben los británicos, mejor una constitución no escrita que una mal escrita.
En segundo lugar, una reforma profunda de la Carta Magna sería nociva porque generaría falsas expectativas. Una ampliación de la Constitución alimentaría todavía más la segunda superstición nacional (la primera es confiar en que nos hará ricos la Lotería de Navidad): creer que los cambios legales se traducen automáticamente en bienestar social. El “vaciamiento” de derechos sociales que, desde la izquierda, muchos consideran que se ha producido estos años —por ejemplo, con las dificultades de los jóvenes para acceder a la vivienda— no se puede llenar introduciendo nuevos artículos en nuestra Ley Fundamental. Ojalá, pero los problemas cotidianos de los ciudadanos se resuelven con medidas ordinarias, no extraordinarias; engordando los presupuestos, no los preceptos. Las constituciones no pueden blindar los derechos sociales y tampoco está claro que incorporar los derechos digitales nos proteja mejor de las corporaciones tecnológicas que, digamos, la Constitución americana, operativa desde 1789. Ampliar el texto constitucional no sólo es inocuo, sino potencialmente perjudicial. Los países con constituciones más largas tienen menos renta per cápita y mayor corrupción. De papel no se come. @VictorLapuente
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