_
_
_
_
tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Europeísmo no es eurocentrismo ni atlantismo

Siete meses después de la invasión de Ucrania, ser europeísta supone pensar más allá del armamento suministrado a Kiev y desplegar el genio de la política y la diplomacia para un mundo multipolar

Europa: ¡no esos tonos!. Vicente Palacio
ENRIQUE FLORES
Vicente Palacio

“O Freunde, nicht diese Töne!”. “¡Oh amigos: no esos tonos!”. Beethoven añadió estas célebres palabras a la Oda a la Alegría de Schiller en el cuarto movimiento de su Novena Sinfonía. Tras dos años de pandemia y casi siete meses de guerra en Ucrania, ¿no deberíamos pedir lo mismo a los europeos, entonar “cantos más agradables y llenos de alegría”? Esta Europa suena lúgubre, no encuentra el tono de tiempos mejores.

En marzo pasado, en Versalles, los Veintisiete escenificaron un renovado europeísmo frente a Putin para avanzar en autonomía energética y defensa. Hasta ahí muy bien. Pero el tono de la respuesta ha terminado sonando algo eurocéntrico. Desde que Putin puso sus tanques rumbo a Kiev, Europa ha actuado como si fuera el centro del universo. Al presidente Biden no le costó mucho convencer a sus aliados europeos de que en Ucrania se juega la guerra eterna entre democracias y autocracias. El Mal se había encarnado en Putin y el Bien en Zelenski. Muchos dieron por hecho que el resto del mundo nos iba a seguir en esto, de Nueva Delhi a Brasilia o Pretoria.

Ese relato de guerra tiene a su favor una fuerte carga emocional, que retroalimentan la brutalidad y la propaganda. El problema es que se deja fuera demasiados matices y realidades. A nadie debería sorprender que la orquesta europea desafine a propósito de las armas, las sanciones o el futuro de la Madre Rusia. Este momento de ardor guerrero, propio de la infancia geopolítica de Europa, va dando paso al pánico y la melancolía propios de la vieja pesadilla nuclear. Incluso, una derrota militar de Moscú (la entrega de Donbás y Crimea) muy probablemente provocaría un colapso interno ruso que nos devolvería a 1991, al hundimiento y la humillación y sus tóxicas ondas expansivas. Soportamos una inmensa presión mental: sobre Europa se cierne la recesión, y a pesar de las arengas de Bruselas, la hiperinflación va resquebrajando la moral de la tropa ciudadana. Electoralmente, como muestran Francia, Italia o España, gobiernos proeuropeos o progresistas tienen poco que ganar con una guerra larga frente al nacionalpopulismo.

No menos preocupante es el modo como esta guerra erosiona la idea de la Europa normativa. Entrar en una dinámica de sanciones y contrasanciones —ambas al margen de la legalidad internacional representada por la Carta de Naciones Unidas— forzosamente añade al mundo más caos y desconfianza. El súbito tono moralista de la vieja Europa ha despertado las sospechas del llamado Sur Global. Aún no somos capaces de evaluar las consecuencias del decoupling, el corte brusco en las cadenas de valor, de los cereales y fertilizantes a los microchips. El llamado friend-shoring como nuevo principio del comercio internacional instaura una especie de “desglobalización de amiguetes” de alto riesgo para economías en desarrollo de Africa, Latinoamérica y Asia. Eso, en un extraño mundo donde amigos y enemigos (¡demócratas y autoritarios!) cambian de etiqueta según conviene —véase Venezuela, Turquía o Marruecos—. Pero lo peor es el decoupling de las ideas: la destrucción del pensamiento.

Curiosamente, esta respuesta eurocéntrica ha venido de la mano de un atlantismo dogmático, nuevo en las formas pero —si se mira bien— algo anacrónico, y que revela el complejo de inferioridad de Europa. El actual momentum OTAN responde a nuestra necesidad de llenar un vacío en defensa, pues Europa no dispone de Ejército propio ni disuasión nuclear. La autonomía estratégica debería constituir nuestro horizonte. Ahora bien, ¿de qué nos serviría una Europa geopolítica que solo nos haga más tristes? Por más que nos repitamos frente al espejo que la OTAN es una alianza puramente defensiva, muchos socios de otros continentes nunca lo percibirán así (es como decir que las máquinas diseñadas por Leonardo da Vinci no eran de guerra, sino solo hermosas). Como efecto inmediato, la Agenda 2030 del Desarrollo Sostenible (donde la emergencia es el clima o el hambre) se ralentiza. Ahora bien, el principio democrático exige un debate a fondo sobre el cómo y el para qué del mínimo del 2% del gasto militar del PIB nacional. La discusión acerca de esos centenares de miles de millones de euros es una discusión acerca de la razón de ser de Europa y de su destino.

El mundo nos mira con extrañeza. Quizá nos están faltando intangibles muy importantes que son parte del acervo europeo. Uno es la empatía. Por ejemplo, la UE no ha sido capaz aún de acordar un pacto de asilo y migraciones. O el mismo G-7, sin haber liberado aún los 100.000 millones de euros para combatir el calentamiento global en los países pobres, anuncia inversiones de 600.000 millones de dólares en infraestructuras para frenar a China. Entonces, la inconsistencia europea sirve de pretexto a muchos gobiernos cínicos para no rendir cuentas en libertades y derechos humanos, y echarnos en cara el doble rasero que exhibimos sin pudor. “¡Ucrania no es nuestra guerra!”

Otro intangible que está faltando es la memoria. El tono duro que llega del Este amenaza con despertar nuevas guerras civilizatorias en Europa. Si una vez fue la “Cuestión Judía”, ahora podría ser el turno de la “Cuestión Rusa” (la Rusia imperial), la “Cuestión China” (una civilización opaca y brutal), y quién sabe si pronto “africana” o “latinoamericana”. Pero esas vastas regiones del mundo han aprendido a sobrevivir a las glorias y miserias de nuestra civilización. Su instinto antihegemónico y anticolonial podría mutar en un nacionalismo muy reactivo si Europa se conduce torpemente. La UE tendrá que aprender a vivir con ello y a maniobrar con paciencia. Estamos en el punto en que la Ruta Europea se encuentra con la Ruta de la Seda y la Ruta Ortodoxa. Ahí sería prudente no dar por sentada una Rusia “aislada”. De hecho, tres cuartas partes de la humanidad —con China, India, Brasil y Sudáfrica a la cabeza— que acaparan el 40% del PIB mundial, se limitan a condenar verbalmente la invasión de Ucrania, no secundan las sanciones y exigen poner fin a la guerra. Pero para democracias gigantes como la India de Modi, el México de Lopez Obrador o la Indonesia anfitriona del G-20, esa “neutralidad” no significa un voto de confianza al autoritarismo de Putin o un cheque en blanco a Xi Jinping para invadir Taiwán. Es más bien un reflejo de supervivencia, ligado a un imaginario histórico y un imperativo económico. Igualmente, Bruselas no va a recuperar Latinoamérica o África a base de brillantes documentos, sino con política y con hechos.

¿Qué significa entonces europeísmo aquí y ahora? La esencia de Europa es la aspiración a que todas sus acciones tengan una validez universal. Es momento de pensar más allá de los drones, los Javelin o los Stinger. Europeísmo sería no solo trabajar el músculo, sino desplegar el genio de la política y la diplomacia para un mundo multipolar. Ganar la paz y el relato de la posguerra es la gran oportunidad geopolítica de la UE frente a los grandes actores. Europeísmo sería reorientarse en relación a Eurasia y China-Pacífico, competir y cooperar con racionalidad y templanza. Europeísmo sería caminar con EEUU, siempre juntos pero no revueltos: el destino de Europa ya no puede depender de la política interna de nuestro aliado.

¿Estamos escuchando a nuestro ser más profundo? ¿Nos alejamos de los maestros antiguos de la Europa federal, los Erasmo, Kant, Schuman, Spinelli? El propio Schuman escribió en 1950 que la paz requiere “esfuerzos creadores” equiparables a los peligros que la amenazan. No cabe hablar de “debates superados” en relación a la OTAN, China, o Ucrania, sino precisamente de superar los términos del debate actual. No puede ser que el pacifismo —al fin y al cabo, un invento europeo— esté desapareciendo de nuestro horizonte vital, y menos aún en nombre de la democracia. Ese espíritu incansable que busca otra política, otro mundo, lo expresa Schiller en la Novena: “Búscalo más allá de la bóveda celeste / sobre las estrellas debe estar su morada”.


Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_