El racismo de los negros, víctimas de racismo
El problema no es el de una lucha encarnizada entre personas de distintas tonalidades de piel, sino un complejo sistema de creencias perfectamente integradas en el andamiaje cultural, institucional y cognitivo de las sociedades
Una noche, cuando todavía vivíamos en Filadelfia, mi marido llegó a casa preocupado, con un semblante más serio de lo habitual, las manos temblorosas y evidentes ganas de hablar. Cuando le pregunté qué pasaba, me respondió con un escueto “nada, ese es el problema” y, acto seguido, comenzó a narrar la historia que le quemaba la boca: lo había parado la policía por saltarse un stop, pero, al disculparse y explicar que en esa zona era difícil encontrar aparcamiento y que aceleró justo al ver un hueco disponible, los agentes decidieron no ponerle una multa, e incluso bromearon: “Corre, muchacho, que te lo quitan”. Lo que intentaba decirme no era, obviamente, que se alegraba de su suerte, sino que si había gozado de trato preferente se debía únicamente al hecho de que es blanco. Por eso no había ocurrido nada, aunque en ese “nada” estuviese contenido un racismo estructural del que ambos teníamos constancia.
Recuerdo esta anécdota a pocos días de que las fuerzas del orden estadounidenses hayan matado presuntamente a Tyre Nichols, un joven negro que, mientras lo apaleaban, llamaba desesperadamente a su madre. Este nombre se ha convertido en uno más entre las numerosas muertes trágicas a manos de un cuerpo policial conocido por la brutalidad con que trata a los denominados afroamericanos, como pudimos comprobar con el asesinato que desató las mayores protestas en Estados Unidos desde la era de los derechos civiles: el de George Floyd. Sin embargo, la cobertura mediática del fallecimiento de Nichols difiere sustanciosamente de las anteriores porque los agentes que le propinaron la paliza, puestos ya a disposición judicial, también son negros. Así, se reproducen las voces que profieren una negación rotunda del racismo como la causa principal de esta barbarie, pues, si a todos se les atribuía el mismo “color”, ¿de qué manera juzgar la violenta agresión como acto racista? El problema es que el racismo no es una lucha encarnizada entre gentes de distintas tonalidades de piel; más bien, un complejo sistema de creencias y valores perfectamente integrados en el andamiaje cultural, institucional y cognitivo de las distintas sociedades. A partir de ahí, como una mole viscosa que lo unta todo —el derecho, la política, la costumbre— y que, en Estados Unidos precisamente, conforma los cimientos de la nación, debe concebirse este fenómeno, y también los actos derivados, entre ellos el deceso de Nichols.
Existen multitud de ejemplos en la historia que permiten comprender este caso y dilucidar el carácter sistémico de un odio que va más allá de los rasgos físicos individuales. Cuando daba clases en la Universidad de Pensilvania me esforzaba a menudo en explicárselos a unas alumnas negras —casi todas eran chicas— que, en un primer momento dudaban de mi palabra, e incluso me reprochaban que me atreviese a sentar cátedra sobre un tema que no me correspondía como extranjera, no exactamente blanca pero de experiencia nunca equiparable a la suya, hasta que, transcurridas varias semanas y muchas lecturas, aceptaban limar las asperezas. Entonces, reconocían los testimonios de esclavos que, trabajando en la casa del patrón, se identificaban completamente con este y discriminaban a los relegados a la plantación de azúcar o algodón. O se asombraban con las reflexiones del filósofo palestino Edward Said, quien, en diálogo con el psiquiatra martiniqués Frantz Fanon, desengranaba las múltiples colaboraciones de sujetos que hoy consideraríamos racializados con los colonizadores en la construcción de los imperios. Además, se sorprendían al descubrir que la idea de raza que barajamos actualmente sólo fue codificada a partir de la conquista de América, como analizó el sociólogo peruano Aníbal Quijano y asevera un pequeño cartel situado en el Museo Nacional de Cultura e Historia Afroamericana de Washington, que alguna vez visité con ellas. La buena noticia —se alegraban— consistía en saber que, si la raza es una construcción cultural y antes del siglo XV no existía tal y como la concebimos ahora, también se puede, técnicamente, desmantelar, puesto que ya no habitaba el reino de lo innato. La mala, claro, apuntaba a una complejidad infinita que hacía tambalearse toda visión maniquea.
Aquel intricado legado de dominación, lleno de matices y rugosidades, invitaba a pensar que también algunas personas negras —o latinas, etcétera— podían pecar del mal que sufrían, aunque esto no invalidaba el hecho de que la estructura de poder estatal había sido diseñada para proteger los intereses del supremacismo blanco. Y aquí es donde entra la noticia que nos concierne, porque la policía, en cuanto que institución creada para velar por el mantenimiento de un orden favorable a la hegemonía blanca, opera según criterios racistas, independientemente del color de los oficiales. En la genealogía de la institución se encuentran las viejas patrullas destinadas a aplacar revueltas de esclavos, los grupos formados para garantizar el cumplimiento de las leyes segregacionistas o, más recientemente, quienes encarcelaron a una mayoría de población negra fieles a los dictámenes de la guerra a las drogas. Cabe destacar asimismo la progresiva militarización a partir de los años ochenta de unos agentes que reciben prácticamente el mismo tipo de entrenamiento y armamento que el ejército, lo cual desvirtúa las funciones de esos empleados públicos que deberían servir a la ciudadanía y, en su lugar, adoptan una mentalidad bélica siempre a la busca y captura del enemigo.
Por si fuera poco, el racismo institucionalizado de Estados Unidos tampoco obedece estrictamente a teorizaciones del poder tan aclamadas como las del filósofo francés Michel Foucault. Este argumenta que, a partir del siglo XIX, se produce una serie de transformaciones en los sistemas jurídicos occidentales, que pasan de castigar a los criminales en público —en la hoguera, o mediante ahorcamientos— a hacerlo en privado, a través de penas de prisión o ejecuciones silenciosas. Foucault lo achaca al desarrollo de una nueva moralidad que cuestiona tanto al condenado como al verdugo, y va tan lejos que no duda en afirmar la desaparición del “espectáculo punitivo”, síntoma de una civilización más humanista que ya no tolera el escarmiento en el ágora o “aparato teatral del sufrimiento”. Ahora bien, dada la cantidad de material gráfico que circula con golpizas a ciudadanos negros, ejecutadas por un cuerpo policial que colabora con el jurídico, vale la pena interrogar esa generalización pues, aun sirviendo supuestamente para controlar la brutalidad de las autoridades, el espectáculo aberrante no ha sido abolido nunca.
Todos los días, internet nos riega los ojos con una pornografía de la violencia que afecta con más ahínco a los “otros” y que, de tan frecuente, se normaliza. Es el hábito interiorizado del odio al ser racializado el que hay que escudriñar en la actuación de unos agentes negros que proyectaban lo aprendido en el desempeño de su oficio, de la misma manera que, gracias a la fortaleza del feminismo en España, hemos conseguido distinguir comportamientos machistas protagonizados por mujeres. Eso conlleva superar el señalamiento de la mera identidad individual; un proceso de educación que nos permita preguntar por qué el año pasado la policía mató a un número récord de personas, el 26% de ellas negras, cuando sólo suponen el 13% de los habitantes de Estados Unidos; también, un ejercicio de introspección que localice el privilegio entre una multa burlada y un homicidio.
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