Sumar y la rebelión de las confluencias
El proyecto que presentó Yolanda Díaz en Madrid actualiza el programa de una izquierda institucional y abandona el impulso populista de los orígenes de Podemos
A estas alturas, todo el mundo es consciente de que el grado de unidad o división en la izquierda a la izquierda del PSOE será una variable determinante no solo del próximo ciclo electoral, sino de los derroteros que tome la política española a partir de ahora. La disputa entre Sumar y Podemos parece girar en torno a cómo calibrar cuánto representa cada una de las partes en la distribución de puestos viables en las listas y, con ello, asegurar el reparto de fuerzas después de las elecciones.
Se trata de una problemática típica de cualquier negociación para construir una coalición electoral. La peculiaridad de este caso es que negocian actores dispares (una matriz con sus escisiones, junto a terceros partidos) sin enfrentamientos electorales previos por separado en elecciones equiparables. Padecen lo que podemos denominar el síndrome Convergència i Unió: el incierto valor de cada sigla. Cuando se rompió CiU y se presentaron por separado, acabaron descubriendo que, al final, el principal valor lo daba la coalición en sí misma. Un valor perdido para siempre en beneficio de sus adversarios.
¿Cuánto pesa la representación actual de los principales actores que Yolanda Díaz aspira a aglutinar? Para ello hay que tomar cierta perspectiva. Hace diez años, Podemos emergió sobre tres columnas: una promesa de liderar la renovación en la izquierda; una coordinación multinivel de plataformas regionales; y una poderosa máquina de activismo digital.
Las dos primeras han cambiado de manos. De eso iba el acto de presentación de la candidatura de Díaz en el polideportivo Magariños de Madrid. Quizá en el futuro este 2 de abril simbolice el momento en que se visibilizó la refundación de la nueva izquierda tras la intensa década marcada por el protagonismo de Podemos en la política española. De momento, nos ha servido para ilustrar cómo se ha transformado su promesa de renovación de la izquierda enarbolada hace diez años.
Quizá no en su escenografía o en sus actores. De hecho, en el acto celebrado, no ha sido difícil ver a muchos líderes y activistas que ya participaron en el surgimiento de Podemos hace diez años. Y que estuvieron previamente en otras plataformas y movimientos sociales de la izquierda radical, como lo ejemplifican los veinte años de carrera política de Díaz desde el ayuntamiento de Ferrol al Consejo de Ministros, pasando por el Parlamento gallego y el Congreso.
El cambio se evidencia, sobre todo, en la forma y en el fondo del discurso empleado para intentar ensamblar el poliédrico electorado al que Sumar quiere representar. Queda atrás la denuncia del régimen del 78, remplazada por una exigencia más matizada para actualizar la aplicación de la Constitución desde una perspectiva radical y pragmática.
Queda atrás la enmienda total a la democracia representativa, sustituida ahora por una agregación de reivindicaciones políticas concretas, sin mucha articulación doctrinaria, que solo cobra sentido si se aspira a mantener las palancas del Ejecutivo.
Queda atrás la denostación de la UE, desplazada por una llamada europeísta a las reformas de los tratados y derechos europeos, que discursivamente no dista demasiado del relato emanado desde las propias instituciones comunitarias.
Con todo ello, queda superada la retórica populista que tiñó los primeros años del movimiento indignado. Ya no se contraponen los de abajo a los de arriba, el pueblo contra la elite, sino que se apela a la voluntad de mayoría social desde posiciones nítidamente progresistas. Y sobre todo, desaparece el PSOE como gran enemigo de esa nueva izquierda radical, quien hoy lo reconoce, implícitamente, como el aliado estratégico a quien complementar. Hoy son el PP, el neoliberalismo y “los más ricos” los adversarios ante quienes defender una agenda que ya no pretende ofender al sistema, sino que tratará de reformarlo mediante una negociación persuasiva y exigente.
En todo caso, no parece un retorno al pasado, ni una rectificación total de Podemos. Más bien refleja un aprendizaje del movimiento que surgió del 15-M (así como de otras reivindicaciones territoriales y culturales), tras pasar por las instituciones y haber encajado el desafío de gobernar la complejidad desde el poder. Si no dejamos empañar la observación con las vicisitudes inmediatas en torno a listas y primarias, la refundación propuesta por Sumar es una historia prometedora con pocos precedentes en la izquierda radical europea. Frente a la experiencia traumática del Movimiento Cinco Estrellas o Syriza, que no lograron contribuir a mayorías progresistas sostenibles, y otros que ni siquiera han logrado alcanzar el Gobierno, como la Francia Insumisa, Sumar marca un camino posible para la renovación de la izquierda. En todo caso, distinto al que Podemos aspiraba a impulsar en 2014.
No obstante, lo más relevante del acto de Magariños no ha sido lo que se dijo allí, sino quiénes se han comprometido a hacerlo posible. Y por qué. La vicepresidenta Díaz ha logrado reunir en torno a ella a todos los aliados que en su día elevaron a Podemos, y del que luego fueron distanciándose progresivamente. Y lo hacen porque esperan, de esa forma, apuntalar la influencia acumulada durante estos años en municipios, autonomías, Cortes Generales y ministerios. Y lograrlo, como organizaciones políticas diversas, desde una relación más horizontal con el núcleo dirigente de la vicepresidenta.
Esa rebelión de las confluencias tumba la segunda de las columnas del Podemos original. Quizá no se ha reparado lo suficiente en la importancia que esos grupos tuvieron para el desarrollo de los de Iglesias. Más allá del momento Podemos en 2014 (cuando la ingravidez inicial de sus círculos le llevó a auparse en las encuestas), la marca Podemos llegó a convertirse en algo parecido a una cadena de franquicias. Con ella, organizaciones surgidas en paralelo o preexistentes lograron canalizar un apoyo electoral que luego no se tradujo en beneficio de las ramas territoriales de Podemos sino en el de sus confluencias. El resultado fue la proliferación de crisis territoriales dentro de Podemos (por una militancia desatendida e infravalorada), y la acentuación del centralismo en torno a la elite madrileña que lo dirigía.
Hasta hoy: llama la atención la incapacidad de Podemos para promocionar nuevos liderazgos territoriales propios, con la peculiar excepción de Pablo Echenique. Todos los dirigentes que quedan fieles a Iglesias nacieron o se formaron en Madrid. Una entropía capitalina que quizá ayude a comprender el órdago con que Iglesias plantea su negociación sobre las listas, ante el pasmo de sus antiguos socios regionales. Por eso, resultan aún más significativos los intentos recientes de Iglesias de aparecer como el interlocutor válido de los independentismos catalán y vasco, esas izquierdas que siempre miraron a Podemos con desconfianza.
Perdidas sus otras dos columnas, del Podemos original hoy solo resta su software operativo, en forma de una potente red de afiliados digitales, sin capacidad de representación social o territorial, pero todavía dispuestos a movilizarse puntualmente cuando la causa merezca la pena. Este es el valor que pretende reivindicar Iglesias en el intento de no quedar arrinconado ante los promotores del acto de Magariños.
Al fin y al cabo, Podemos puede conjeturar que en las encuestas siguen siendo mayoría quienes aún manifiestan su intención de votar a Unidas Podemos, antes que a Sumar o algunos de sus aliados. Pero, ¿cuántos de esos votantes leales lo son a condición de que Podemos siga haciendo verosímil la coalición de gobierno encabezada por el superviviente Sánchez? Los datos del CIS nos ofrecen algunos indicios contraintuitivos: aunque quienes explicitan que votarán UP se sitúan ligeramente más a la izquierda que los votantes de Sumar (y sus socios), también tienen mayor propensión a escoger el PSOE como opción alternativa de voto. Igualmente, prefieren más a Sánchez como presidente (casi el doble), le puntúan mejor y le rechazan menos que quienes se manifiestan abiertamente por Sumar. También parecen menos movilizables por la personalidad de los candidatos que por sus aspectos programáticos.
Todo esto suscita dudas sobre la fuerza real que le queda a Podemos en su pulso con Díaz. Pero también genera escepticismo sobre escenarios alternativos ante una posible ruptura, como podría ser esa especulación de una coalición electoral entre el PSOE y Sumar como vía para preservar la primacía electoral. La coordinación electoral entre espacios políticos tan solapados y en competición suele ser agónica. Por eso, los votantes también suelen premiar a quienes se atreven a culminarla.
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