El eterno (e inútil) retorno a la violencia en Palestina
Israel se muestra ahora como un verdugo disfrazado de víctima, argumentando que no tiene más remedio que responder al ataque recibido, como si la guerra hubiera comenzado el pasado sábado y como si un Estado que se declara democrático pudiera actuar como un grupo terrorista
Si empezamos por el final, resulta claro que ni la aberrante operación Diluvio de Al Aqsa ni la no menos brutal Espadas de Hierro van a traer la paz a Palestina. Lo ocurrido desde el arranque del conflicto nos enseña que los palestinos que han optado por la violencia, que no constituyen una amenaza existencial para Tel Aviv, nunca han logrado expulsar a los judíos de Israel y declarar un Estado propio. También sabemos que la superioridad militar israelí, que le ha permitido ganar seis guerras y anular el potencial de dos Intifadas palestinas, no le ha deparado el dominio total de la Palestina histórica. Es cierto, en todo caso, que los palestinos no han logrado prácticamente nada ni por la vía violenta ni por la de la paz, abandonados ya hasta por el resto de los regímenes árabes y debilitados internamente por su fragmentación y el castigo al que están siendo sometidos por Israel; mientras que por la fuerza los israelíes han podido conquistar la mayor parte de dicho territorio, y por la senda de la paz siguen sumando reconocimientos de países árabes.
De ahí que este eterno retorno a la violencia no suponga ningún avance. En términos políticos, en una secuencia tantas veces repetidas que incluye las condenas de rigor y la absurda (por ineficaz) petición de moderación a las partes, constatamos nuevamente la impotencia de la ONU, el inequívoco respaldo estadounidense, la inoperatividad de la Liga Árabe y las meteduras de pata de la UE (desde el inicial exabrupto de un comisario anunciando la paralización de la ayuda a Gaza hasta las sesgadas declaraciones de la presidenta de la Comisión, mostrando el apoyo incondicional a Israel hoy y en el futuro, solo amortiguadas por el recordatorio de Borrell a Tel Aviv de la exigencia de cumplir con el derecho internacional humanitario). A eso se suma la inanidad de la Autoridad Palestina y un Gobierno israelí radicalmente extremista, convencido de que el tiempo corre a su favor y de la oportunidad para rematar la tarea supremacista que tiene en mente el trio Netanyahu-Ben Gvir-Smotrich.
Esta generalizada falta de capacidad y voluntad política determina que el protagonismo vuelva a recaer en los actores armados. Y en este punto la incógnita principal es si finalmente Israel se decidirá o no a lanzar una ofensiva general contra Gaza. Netanyahu, identificado como el principal responsable del fracaso cosechado frente a los yihadistas, puede optar, si sigue el manual empleado ya en tres ocasiones en este siglo, por limitarse a desencadenar ataques artilleros y aéreos, acompañados de algunas incursiones puntuales para eliminar a algún líder palestino, al tiempo que vuelve a cerrar la Franja por tierra, mar y aire. De ser así, y sin que las acusaciones internacionales de estar cometiendo un crimen de guerra sirvan de nada, sabe que, como ya ha ocurrido anteriormente, solo logrará degradar parcialmente su capacidad de combate, aceptando en que en breve Hamás y el resto de grupos armados de Gaza volverán a estar en condiciones de golpear.
Si, por el contrario, se deja llevar por su afán belicista, creyendo que así puede eliminarlos completamente, acabará por lanzar un abrumador ataque terrestre en masa. Un objetivo imposible de lograr por la fuerza y que puede empantanar al Tsahal en un territorio muy densamente poblado en el que sus enemigos —que no han agotado sus medios de combate y que cuentan probablemente con esa invasión— están esperando a las fuerzas israelíes en un combate calle por calle que supondría, en primer lugar, la muerte de los rehenes que han logrado capturar en su incursión y la muerte de muchos soldados israelíes, sobre todo si el conflicto se prolonga. Todo ello con el peligro de que, con Irán desde atrás, las milicias proiraníes activas en Siria y, sobre todo, Hezbolá se decidan a abrir otros frentes que obliguen a Israel a diversificar sus limitadas fuerzas.
En cualquiera de los dos casos Israel se muestra ahora como un verdugo disfrazado de víctima, argumentando que no tiene más remedio que responder al ataque recibido, como si la guerra hubiera comenzado el pasado sábado y como si un Estado que se declara democrático pudiera actuar como un grupo terrorista, saltándose todas las reglas de juego. Por muy clara que sea la reprobación a Hamás por la masacre cometida, es imposible olvidar que Israel no solo no está cumpliendo con sus obligaciones como potencia ocupante —que incluyen ocuparse del bienestar y seguridad de la población ocupada y que prohíbe la construcción de todos los asentamientos—, sino que ha violado el derecho internacional y los derechos humanos en tantas ocasiones como sus enemigos y ha establecido sin apenas disimulo un régimen de apartheid.
Entretanto, en el ámbito humanitario, asistimos ya a un nuevo capítulo de una tragedia que tiene a la población palestina como sufridora principal y que se asume como un efecto colateral de un conflicto para el que no se vislumbra final.
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