La crisis de autoridad catalana
Aragonès ha venido gobernando con un apoyo parlamentario digamos que más bien raquítico, una anomalía que ERC no quiso resolver
El 29 de septiembre de 2022, el vicepresidente Jordi Puigneró fue cesado por el presidente de la Generalitat como consecuencia de la desconfianza manifestada por Junts con su socio Esquerra Republicana. Era el enésimo episodio de la rivalidad desquiciada que mantienen los dos partidos, sin la que no se explica el procés y que hizo implosionar la legislatura pasada. Aquella expulsión, que pareció un gesto de autoridad presidencial, llevó a Junts a realizar una consulta a la militancia sobre la continuidad del partido de Carles Puigdemont en el Gobierno de la Generalitat. La dirección se dividió y no se premió la estabilidad porque la mayoría votó que no. La legislatura del relato del 52% independentista, que nació de una votación celebrada en circunstancias pandémicas, se quebró.
Desde ese momento Pere Aragonès ha venido gobernando con un apoyo parlamentario digamos que más bien raquítico: 33 diputados de 135. Era una anomalía que su partido no quiso resolver a través de una negociación programática con los dos partidos que el año pasado apoyaron los Presupuestos. Era una anomalía que no fue percibida como tal, a pesar de la renqueante actividad en el Palau del Parlament, porque existían intereses cruzados. Si la lógica partidista determina la toma de decisión política —¡qué escándalo, aquí se juega!—, el cambio de cromos tuvo entonces todo el sentido del mundo. A los comunes y a los republicanos y a los socialistas les interesaba el sí a tres bandas para aprobar los Presupuestos de Barcelona, de Cataluña y de España porque unos gobernaban el Ayuntamiento de la capital, los otros la Generalitat y Pedro Sánchez tiraba con la mayoría que le invistió.
Estas circunstancias hoy son distintas. El cambio forzosamente iba a alterar el esquema que el año pasado hizo posible la aprobación de los Presupuestos de la Generalitat. La táctica del president fue anunciar el acuerdo con los socialistas con la convicción que los Comuns no podían decir que no. Probablemente, este era el último año que las cuentas de la Generalitat podían ser expansivas. Las razones expuestas por las principales negociadoras —la consejera de Economía, la portavoz socialista— eran sólidas, en especial por el sustancial aumento de la partida dedicada a educación tras la conmoción de los resultados de PISA. Pero los Comuns, que no han logrado entrar en el Ayuntamiento de Barcelona como socios y son conscientes de su declive electoral, solo podían votar sí, siguiendo con la lógica partidista, a cambio de obtener algo que ante su electorado les permitiese vender su voto afirmativo como una victoria en tiempos de penitencia. Lo que han pretendido obtener era el compromiso gubernamental de paralizar la tramitación del Hard Rock. Y no lo han conseguido. Su fracaso pueden pagarlo caro, porque no eran unos malos Presupuestos, incluso desde su punto de vista.
Pero el caso del megaproyecto de turismo y juego, de moral dudosa en tiempos de sequía y preocupación por la ludopatía, revela una anomalía más profunda. Este proyecto, que ha pasado por las manos de diversos gobiernos, como la ampliación del aeropuerto, aún no se sabe cómo acaba. Y mientras permanece la incapacidad de tomar una decisión definitiva, se va haciendo más densa la principal característica de la política catalana a lo largo de la década perdida: una falta de autoridad que arrastra a su sociedad porque le impide invertir una dinámica, aceptémoslo, de decadencia.
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