La educación pública más allá de la trinchera
No solo está en juego un modelo educativo más o menos igualitario, sino la misma igualdad en la sociedad. Hay que reconocer una victoria arrolladora del elitismo
En la recta final de la campaña electoral de las pasadas elecciones europeas, Podemos difundió un vídeo sobre su candidata, Irene Montero, en el que se hacía un retrato muy elogioso del colegio concertado en el que había estudiado y de su proyecto educativo. Por supuesto, en las redes sociales se desató una discusión encendida y poco matizada entre los detractores de Montero, que cuestionaban su compromiso con la educación pública, y sus defensores, que alegaban que el colegio concertado en cuestión era una cooperativa laica progresista y no un negocio de una orden religiosa. En mi opinión, el cruce de acusaciones partidistas estaba mirando al lugar equivocado. No hay motivo para dudar del apoyo a la educación pública de Irene Montero, Podemos, Sumar o cualquier otra organización de izquierdas. Lo relevante era que por primera vez el equipo de comunicación de un partido a la izquierda del PSOE, consciente o inconscientemente, reconocía un cambio de largo recorrido de la relación de nuestra sociedad con su sistema educativo. Las organizaciones de izquierda siguen apostando por la educación pública como un pilar de la democracia, sus votantes… no tanto.
Hay un famoso lema de las movilizaciones en defensa de la educación pública que dice: “Educación pública: de todos para todos”. Al menos en algunos lugares de nuestro país, es un deseo piadoso alejado de la realidad. Hace años asistí a una jornada de puertas abiertas en un colegio público de Madrid. Cuando el director del centro terminó su presentación, una pareja le preguntó cuánto había que pagar al mes para asistir al colegio. El director, estupefacto, les aclaró que era gratis. La educación pública ha dejado de formar parte del sentido común de grupos sociales cada vez más amplios y en las grandes ciudades hay tramos educativos en los que la educación pública va camino de convertirse en residual. El 65% de los estudiantes de ESO de Madrid asiste a centros privados o concertados y hay cuatro distritos —cada uno de ellos con más de cien mil habitantes— en los que ese porcentaje supera un alucinante 80%.
Las críticas tradicionales de la izquierda a la educación concertada se centraban en su relación con la iglesia católica, así como en el enorme gasto público que supone (bastante más de mil millones de euros anuales tanto en la Comunidad de Madrid como en Cataluña). Todo ello sigue siendo cierto, pero a veces esa crítica heredada no nos deja ver el bosque de los efectos de la privatización. Muchas familias usuarias de la concertada perciben el carácter confesional de los colegios a los que asisten como una molestia menor, se matriculan en ellos a pesar de ser colegios religiosos. Lo que está en juego en la pelea por la educación pública ya no es sólo un modelo educativo más o menos igualitario, sino un modelo de sociedad más o menos igualitario. Y creo que el único balance realista es reconocer una victoria arrolladora del elitismo.
En las últimas décadas, la derecha política ha convertido la educación privada en una maquinaria implacable de creación de consenso y cohesión social. La red privada-concertada ha dejado de ser un mero mecanismo de protección de los privilegios educativos de una pequeña élite para convertirse en un proyecto de socialización conservadora y meritocrática capaz de interpelar con éxito a millones de personas. En una sociedad compleja, el liderazgo de una clase social siempre se construye amalgamando parcialmente los intereses de grupos sociales muy distintos, con situaciones y valores en tensión o incluso contrapuestos. Precisamente la escuela concertada ofrece a colectivos amplios y heterogéneos una alianza con las clases altas: una versión low cost de la educación privada que millones de familias de muy distinta condición perciben como una garantía de la reproducción de su estatus o, alternativamente, una promesa aspiracional de movilidad social ascendente.
Por eso el menú de la concertada se amplía cada vez más incluyendo desde opciones progresistas y pedagogías innovadoras hasta colegios laicos de alta exigencia académica tradicional pasando incluso por una red segregada de colegios religiosos dirigidos a familias de bajos ingresos y, muy especialmente, migrantes. Todas esas experiencias heterogéneas tienen, en primer lugar, un atractivo negativo: como mínimo prometen esquivar algunos de los problemas reales o imaginarios de la escuela pública. Por eso, la crítica de las cuotas ilegales que cobran prácticamente todos los centros concertados yerra el tiro: las cuotas son tanto un peaje como un servicio que ofrece la concertada a las familias para garantizar la segregación que —con mayor o menor entusiasmo o incluso inconscientemente— buscan.
Se suele decir que las victorias políticas se pueden calibrar evaluando la capacidad de un proyecto para transformar a sus adversarios. Si el triunfo de la educación concertada es tan aplastante no es solo por la cantidad de gente que opta por ella, sino por sus efectos en la educación pública. La privatización ha inyectado segregación en la red pública. Cada vez más colegios públicos imitan las triquiñuelas administrativas a las que recurre la concertada para seleccionar a su alumnado: criterios larvadamente racistas que privilegian a los hijos de “antiguos estudiantes” (o sea, estudiantes blancos), laberínticas cartografías de las zonas de adscripción del centro para esquivar ciertas calles... Al mismo tiempo, un grupo pequeño pero ruidoso de docentes asustaviejas difunde un diagnóstico catastrofista de los colegios e institutos públicos, confundiendo su propio malestar laboral con una evaluación objetiva. No creo que los apóstoles del apocalipsis de la bajada de nivel y la falta de disciplina estén a sueldo de la patronal de la educación concertada, pero si lo estuvieran no necesitarían cambiar ni una coma de su discurso.
Ante este panorama, la actitud de muchos partidarios de la educación pública puede resumirse parafraseando un titular del periódico satírico The Onion: “La educación pública termina la guerra con la concertada en un meritorio segundo puesto”. Hemos asumido la derrota y nos hemos conformado con la superioridad moral, a veces exhibiendo nuestro uso de ese servicio público como si fuera una condecoración. No parece una estrategia política muy prometedora. Los defensores de la pública no luchamos ya solo contra un puñado de curas mal dispuestos a perder su cuota de negocio. La gente acude a la concertada por distintos motivos. Algunos son inaceptables porque tienen que ver con el racismo y el clasismo y el Estado debería ser implacable para que ningún centro privado (¡o público!) siga segregando. Otros motivos son más complejos y cualquier proyecto de contraataque de la pública debería tenerlos en consideración.
Hay familias —por ejemplo, de estudiantes con necesidades educativas especiales— que tienen muy buenas razones para sentirse maltratadas y expulsadas de la red pública. Otras aspiran a participar en una comunidad educativa digna de tal nombre, e incluso la escucha clientelar que ofrece la concertada les parece preferible al búnker burocrático que blinda la educación pública a la participación. Hay familias que buscan pedagogías más amables e innovadoras y otras, por el contrario, impresionadas por el colapsismo pedagógico, reclaman de la concertada tradicionalismo pedagógico que prepare a sus hijos para la jungla laboral… La victoria de la concertada es el resultado de una estrategia deliberada, masiva y fanática de desinversión, desprestigio y hostilidad por parte de los gobiernos de derechas. Pero acabar con el austericidio solo puede ser el primer paso y, en realidad, el menos importante de un proyecto educativo contrahegemónico valiente y generoso, que convierta la educación pública en una parte importante de la vida de personas con valores y situaciones sociales muy diversas. Necesitamos salir de la trinchera y conseguir que una gran mayoría social vuelva a tener la seguridad de que una educación compartida y que no deja a nadie atrás es el mejor legado que puede ofrecer a sus hijos.
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