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El debate | ¿Necesita España más federalismo?

La polémica por el acuerdo para la financiación singular de Cataluña ha reabierto la discusión sobre si un Estado dividido en autonomías con amplias competencias propias debe avanzar en la senda de una mayor descentralización de poderes

Banderas de las comunidades autónomas en el Senado.
Banderas de las comunidades autónomas en el Senado.

La organización territorial es uno de los asuntos que más tiempo lleva arrastrando la democracia española. La Constitución diseñó un Estado de las Autonomías cuyo despliegue a lo largo de los años ha terminado dibujando un país cuasifederal. El pacto PSC-ERC sobre la financiación catalana ha resucitado la cuestión de si España debe avanzar —y cómo— en esa senda federal.

Mariola Urrea Corres, profesora de Derecho Internacional y de la UE de la Universidad de La Rioja, cree que falta una verdadera cultura política que permita recurrir a soluciones federales sin aspavientos. En opinión del escritor y analista político Ignacio Peyró, estamos ante el enésimo trampantojo de nuestro debate público, donde una idea sirve para pedir aquello que uno quiera.

España será más federal… o no será

Mariola Urrea Corres

Ocurrió entonces y ahora no es muy distinto. De hecho, el acuerdo que condujo a la aprobación de la Constitución en 1978 fue posible porque contempló un proyecto de federalización para España. La propuesta fue camuflada, sin embargo, bajo el trampantojo de una nomenclatura que entonces resultaba menos hostil: Estado de las Autonomías. La innovación semántica sirvió para avanzar. Pero con el paso del tiempo ha contribuido a perpetuar cierto estigma sobre la palabra federal que hoy, lamentablemente, dificulta los debates de presente y futuro en nuestro país. No importa si discutimos sobre la financiación singular para Cataluña o sobre cómo asumir la responsabilidad de los menores no acompañados que llegan a Canarias.

La desconfianza frente a lo federal en España viene de antiguo y trae causa de un error de concepto muy asentado. Lo federal ni es división ni supone abrir la puerta a la autodeterminación. Lo federal es pacto (foedus), es decir, acuerdo para conjugar unidad y diversidad reconociendo a esta última los cauces de expresión necesarios para un encaje en lo común. La síntesis expuesta advierte de la complejidad del empeño. No en vano, un Estado federal demanda una estructura jurídica de alta sofisticación técnica con instituciones, principios y reglas de funcionamiento propias, pero no solo. Lo federal es también, y principalmente, una cultura asentada en la cooperación leal y recíproca de todas las partes. Esto, como es obvio, no se improvisa.

Pero, volvamos al principio para entender bien cómo surgió y los carriles por los que ha evolucionado nuestro modelo territorial. Las nacionalidades y regiones que menciona la Constitución adoptaron la forma de 17 comunidades autónomas y dos ciudades autónomas. No importa ahora si entonces nadie imaginó que serían todas las que hoy son. El caso es que los procedimientos de acceso al autogobierno invitaban a pensar en un federalismo de origen arrítmico (vía lenta o rápida en el acceso a la autonomía) y asimétrico (el procedimiento de acceso condicionaba el nivel de autogobierno). Pero la realidad finalmente resultante, tras no pocos apaños políticos, es otra: todas las comunidades autónomas han logrado niveles de autogobierno muy elevados y apenas hay ya diferencias entre ellas. El modelo de Estado compuesto descrito se ve salpimentado, además, de rasgos confederales. La Constitución reconoce derechos forales históricos en materia fiscal para País Vasco y Navarra que les garantizan una relación bilateral con el Estado y que adopta la forma jurídica de Concierto Económico.

Hablar del fundamento federal de nuestro “pacto constitucional” exige demostrar la existencia de aquellos elementos que son reconocibles en el diseño teórico de los modelos políticos así calificados. Sin pretensión de exhaustividad, basta citar aquí al Tribunal Constitucional como órgano encargado de resolver conflictos de competencias entre el todo y las partes o la propia Conferencia de Presidentes, que fue creada como espacio de discusión y acuerdo para una gobernanza multinivel. También en la misma lógica federal debe leerse el poder de coerción del artículo 155 o la capacidad que han desarrollado las comunidades autónomas para tomar parte en los asuntos europeos. La expresión más evolucionada de esta pretensión les permite, desde 2004, participar de manera directa en los órganos de decisión de la Unión Europea cuando estos aborden cuestiones que afectan a sus competencias. Una realidad que ya recogen todos los Estatutos de Autonomía de última generación con profusión.

España puede (y debe) depurar técnicamente los rasgos que le conectan con su indiscutible concepción federal modificando instituciones como el Senado, perfeccionando los propios mecanismos de coordinación vertical (Estado-comunidad autónoma) ya existentes o creando nuevos, si es caso, para garantizar la coordinación horizontal (entre comunidades autónomas). Con todo, la mayor laguna que nos dificulta hoy ordenar algunos debates con serenidad y vocación de encontrar soluciones no está en la configuración teórica de nuestro diseño de Estado compuesto, aunque este admita margen de mejora. Radica, sobre todo, en la falta de una verdadera cultura política que permita recurrir a soluciones federales sin aspavientos. Ello exige sobre todo representantes políticos que piensen, debatan y respeten la lógica federal que inspira nuestra Constitución convencidos de poder así fortalecer la unión sin miedo a reconocer la diferencia. España es suficientemente federal, pero será todavía más… o simplemente no será.

Los federalismos de Yupi

Ignacio Peyró

De la experiencia federal de España —un año de muchas emociones—, lo mejor que puede decirse es que fue más chusca que sangrienta. Quizá entre nosotros esto no sea poco, pero nos hartamos de invocar a la Historia como maestra de vida y, al mismo tiempo, estamos deseando desoír sus lecciones: de igual modo que los británicos eran escépticos con los referendos, tal vez los españoles debiéramos haber abrazado cierta cautela conservadora, convenir que no hemos tenido la mejor mano con federalismos y repúblicas, y retirar ambos términos a la paz de los manuales. Tanto en el 31 como en el 78, de hecho, hubo cuidado en no mentar la bicha federal.

El federalismo, sin embargo, opera entre nosotros con el prestigio impermeable de los mitos: ante una realidad áspera, su mera mención invoca, como diría Oakeshott, “la carta blanca de la posibilidad infinita”. Resulta, con todo, llamativo debatir con pasión de estas teologías cuando la política española destaca por su notabilísima inhabilidad para articular aproximaciones conjuntas a problemas bien terrenos. Tanto que, más que problemas, parecen ya enfermedades crónicas: el paro juvenil, el acceso a la vivienda, la convergencia con Europa. La ficción del federalismo, sin embargo, consigue suspender con éxito nuestra incredulidad: ¿no somos capaces de pactar un sistema de financiación en una década? Muy fácil: encarguemos a los mismos un proceso constituyente federalista.

El debate del federalismo se va a imponer como inevitable: ya no vivimos en aquellos años noventa en que aún había margen para el desarrollo autonómico. De hecho, los ajustes no han venido de reformas constitucionales que aportaran claridad, sino —parte del problema— de unas reformas estatutarias cuyo espíritu puede condensarse en la “cláusula Camps”. Pero la conversación sobre el federalismo es problemática porque ni siquiera sabemos si hablamos de lo mismo. Uno firmaría una Constitución emanada de los ciudadanos, con nitidez en el reparto de competencias, cauces institucionales de cooperación y un sistema de financiación estable. ERC, sin embargo, estará más cerca de un sistema confederal en el que los Estados miembros pactan una alianza —transitoria— hasta la independencia. En cuanto al PSOE, nunca ha sido dado a detallar su modelo: puede jugar al federalismo contra la derecha, aunque sin ella no puede llevarlo a cabo. Todo ventajas. En definitiva, lo irritante del debate federal es la sensación de estar ante el enésimo trampantojo de nuestro debate público: el federalismo como carta a los Reyes, donde uno puede pedir aquello que quiera. De momento, ha sido un señuelo para escamotear el debate de la financiación, cuya melodía es muy distinta según la silben en Hacienda o en Esquerra.

En 1873, el federalismo iba a erigir en España “el templo del derecho, de la justicia, de la moralidad y la honra”: siglo y medio después, cabe apostar que vamos a tener la misma retórica y la misma ineficiencia. Propugnar el federalismo aporta los galones morales de no ser ni inmovilista ni exaltado. Nos sitúa en el debate del día: esos movimientos idolátricos por los cuales la opinión pública acoge en masa una palabra mágica, sea federalismo, bipartidismo o primarias, y cifra en ella su salvación. El debate va a acompañar nuestra parálisis mucho tiempo: nuestros constitucionalistas van a seguir siendo los más atareados de Occidente. Por supuesto, si alguien cree que el federalismo llevará a los nacionalistas a redescubrir la fraternidad hispánica, que mire al País Vasco: no hay actor más confederal en nuestra política, y ahí está Bildu.

En cuanto a la derecha, nunca ha tenido la palabra federalismo en su diccionario. Uno podría pensar que hay un federalismo que, como evolución del 78, tal vez le conviniera. Pero no están ahí ni sus cuadros ni sus votantes. Hay un escepticismo —justificado— ante cualquier planteamiento que pueda conllevar troceamientos de soberanía y el paso de una idea de España como comunidad moral a su permuta por un contenedor estatal de proyectos nacionales.

Es una ironía que los propios vicios del sistema autonómico puedan ser un freno al federalismo: el PSOE necesita —como antaño el PP— a los nacionalistas en las Cortes, y los nacionalistas saben poner precio a sus apoyos. El propio sistema autonómico tiene grandes asimetrías, pero ningún presidente autonómico aceptará ser asimetrizado formalmente. La mejor ironía, con todo, será que el principal escollo al federalismo esté, justamente —Asturias, Aragón, Extremadura— en las federaciones del PSOE. Aunque, como el propio federalismo, eso tal vez sea mucho pedir.



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