Ucrania, los problemas de una ofensiva
Kiev ha demostrado su capacidad de combate y cambiado la narrativa de la guerra. Otra cosa es que pueda recuperar la iniciativa en el campo de batalla
No. No corren buenos tiempos para Ucrania, incluso aunque haya logrado realizar una rápida incursión terrestre en pleno territorio ruso. En realidad, eso es lo que viene sucediendo al menos desde 2014, cuando Moscú se anexionó la península de Crimea, y ninguno de los puntuales éxitos logrados por Kiev desde entonces cambia el panorama global: sumidos en una guerra de desgaste, el tiempo corre a favor de Rusia, que es la que mantiene hoy la iniciativa estratégica.
La incursión en Kursk es, por supuesto, un claro ejemplo de la determinación y la creatividad de Volodímir Zelenski y los suyos, que demuestran que todavía hay espacio para la guerra de maniobra. De inmediato ha conseguido cambiar la narrativa del conflicto, insuflando moral a sus tropas y a sus conciudadanos con una acción ofensiva que ha logrado una sorpresa táctica innegable. De paso, ha desbaratado el discurso triunfalista de Vladímir Putin, según el cual “todo va según el plan previsto”, y ha hecho ver a sus aliados occidentales (a los que no advirtió anticipadamente del ataque) que está dispuesto a ir al límite de sus capacidades para defender sus intereses.
Otra cosa es, sin embargo, traducir esa acción en un logro estratégico que permita a Ucrania recuperar la iniciativa en el campo de batalla. Hasta donde se conoce, la operación implica a unos 10.000 efectivos —con el empleo de medios mecanizados y de guerra electrónica, unidades de operaciones especiales y drones FPV (visión en primera persona)—, que, siguiendo varios ejes de penetración, han logrado superar las dos líneas de defensa en las que estaban desplegadas unidades rusas escasamente operativas, conformadas principalmente por conscriptos y guardias fronterizos. Como resultado de ello, Kiev parece controlar algo más de 1.000 kilómetros cuadrados de suelo ruso, sin que eso signifique que su intención sea acaparar más territorio enemigo, sino más bien con la idea de contar con una zona tapón en esa parte del frente y, en un improbable escenario de negociaciones, tener una baza adicional.
El problema es que para ello ha tenido que emplear tropas y medios muy bien instruidos; tropas y medios de los que Ucrania no está en ningún caso sobrada y que quizás hubieran rendido un mejor servicio tratando de frenar la ofensiva que Rusia está intensificando en Donetsk, especialmente entre las ciudades de Kupiansk y Vuhledar, o reservándolas para una posterior ofensiva. A partir de aquí, si desea mantener esa nimia porción del territorio ruso, necesita dedicar más medios, tanto para asegurar los flancos y consolidar las posiciones alcanzadas como para llevar a cabo las necesarias rotaciones de los que ahora están en primera línea. Eso supone un esfuerzo extra que muy pronto puede acabar pasando factura a un ejército crecientemente agobiado para sostener simultáneamente la defensa a lo largo de los 1.100 kilómetros del frente y para hacer responder a la estrategia rusa de ataques en profundidad, tanto con aviones como con misiles, contra todo tipo de infraestructuras críticas (con las de generación eléctrica, en primer lugar) y contra la población.
Y todo ello sin haber logrado que Rusia haya tenido que modificar sustancialmente sus planes de ataque. De momento, se está limitando a taponar la brecha con medios del FSB (Servicio Federal de Seguridad, al que Putin ha puesto al frente de la respuesta en lo que ha optado por calificar como una operación contraterrorista) y con tropas movilizadas desde Kaliningrado y desde zonas del interior, sin tener que detraer medios de las unidades encargadas de la ofensiva que desarrolla en Donetsk. Una ofensiva lenta, pero que ya tiene a Pokrovsk al alcance de su artillería de campaña y con la que ha logrado volver a controlar unos 1.300 kilómetros cuadrados desde noviembre pasado (350 de ellos en agosto, algo que no ocurría desde enero de 2023). Por otro lado, tampoco queda claro cómo puede emplear Kiev la posesión de esa limitada fracción de territorio ruso (en un país de 17 millones de kilómetros cuadrados) para plantear un futuro intercambio con quien actualmente tiene en sus manos unos 110.000 kilómetros cuadrados de suelo ucranio.
Todo ello lleva a suponer que a Moscú, centrado en proseguir la ofensiva en el frente central, le puede resultar suficiente con sellar la incursión, a la espera de que el simple paso del tiempo (invierno incluido) haga insostenible o excesivamente costosa la presencia de unas unidades tan alejadas de sus bases logísticas. De ahí que, una vez demostrada su alta capacidad de combate, mejor le vendría a Kiev llevar a cabo una retirada antes de verse forzado a hacerla bajo presión enemiga; de ese modo, demostraría que no tiene apetencias territoriales y podría seguir contando con unas unidades que va a necesitar para lo que queda de guerra.
Los problemas no terminan ahí para un contendiente que es manifiestamente inferior en potencial demográfico, industrial y económico. Es bien cierto que Ucrania no habría llegado hasta aquí sin el apoyo económico y militar de sus aliados occidentales. Pero también lo es que esos mismos aliados siguen sin atender las peticiones de Zelenski y sin aclarar totalmente su posición —no es lo mismo ayudar a Ucrania a resistir la embestida que hacerlo para derrotar a Rusia sobre el terreno—. Y esas dudas y limitaciones —siguiendo una secuencia que primero establece una supuesta línea roja infranqueable para traspasarla tiempo después— no solo impiden a Kiev contar con medios suficientes para contrarrestar la maquinaria militar rusa, sino que le prohíben emplear adecuadamente los medios que se van poniendo en sus manos como haría cualquier país que se juega su existencia.
Asimismo, en el terreno político las señales internas y externas añaden perfiles inquietantes al escenario general. Hacia adentro, las tensiones entre los diferentes actores gubernamentales y militares, así como el desgaste derivado de la prolongación de la propia guerra, han desembocado en una crisis de gobierno de la que Zelenski no sale en principio reforzado; todo ello sin olvidar que su mandato presidencial ha periclitado, sin que nada indique que se puedan celebrar unas nuevas elecciones en las circunstancias actuales. Hacia afuera, la reciente cumbre de la OTAN ha vuelto a dejar claro que el ingreso de Ucrania no está todavía maduro políticamente, por muy alambicados que sean los circunloquios diplomáticos empleados para no defraudar las expectativas de quien ya en 2008 creyó que muy pronto podría contar con la cobertura de la Alianza. Si a eso se suma la perspectiva de una victoria de Donald Trump, así como el anuncio de Berlín de cortar toda la ayuda en tres años, es inevitable que el panorama resultante sea aún más oscuro para quien es sobradamente consciente de que, sin apoyo exterior, sus días como Estado independiente están contados.
Nada de eso implica concluir que la victoria de Rusia esté a la vuelta de la esquina. Son muchos los errores cometidos y muchas las carencias que cuestionan su capacidad para imponer su dictado por la fuerza. De hecho, hoy está muy lejos de lograr sus objetivos, obligada a aplicar un plan de acción muy distinto al de la “operación especial militar” que Putin tenía en mente en febrero de 2022. En todo caso, hay que dar por hecho que Moscú no va a abandonar voluntariamente una presa que considera de interés vital para garantizar su seguridad. También resulta evidente que Ucrania, probablemente con el mejor ejército que hay ahora mismo en Europa, no va a desistir en la defensa a toda costa de su integridad territorial, decidida a forzar todos los límites posibles para emplear todos los medios que ya ha recibido. Eso indica, en resumen, que la guerra terminará dónde Occidente quiera que termine. ¿Hasta dónde pretende llegar?
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