Europa ante el nuevo desorden internacional
El poder blando ya no protege en momentos en los que se ha vuelto a naturalizar la guerra
Fin de año, fin de ciclo geopolítico. La segunda venida de Trump acaba de rematar lo que venía cociéndose desde la invasión de Ucrania, el conflicto de Oriente Próximo, la larga sombra de las aspiraciones hegemónicas chinas y la gestación del Sur Global. Por no hablar de acontecimientos imprevistos como la caída del régimen de Bachar el Asad en Siria, cuyos efectos sobre su región son todavía difíciles de evaluar. Se espesa la niebla que envuelve el escenario internacional y vuelve a hablarse del “nuevo desorden mundial”, marcado por la desorientación y la incertidumbre. La mayor incógnita, sin embargo, es el papel que en este nuevo contexto vaya a corresponderle a Europa.
Es posible que aún nos falten datos para poner negro sobre blanco las principales dinámicas que hacen acto de presencia en la actual geopolítica; lo que sí sabemos es donde no estamos: lejos de las ideas e instituciones del orden liberal basado en normas, de los mecanismos internacionales de coordinación multilateral o del proceso hacia una creciente democratización del mundo, que creíamos imparable. Eran los objetivos que personificaba la UE como potencia normativa, encargada de la representación y difusión de los valores universalistas y cosmopolitas hacia el resto de la comunidad internacional. El primer Trump ya se encargó de desbaratarlos, dentro del propio bloque occidental, al retirarse de un buen número de tratados internacionales y amenazar con levantar el manto protector estadounidense a la defensa europea. Y el escenario global en su conjunto comenzó a apartarse también del ideal de gobernanza liberal al asentarse otras formas alternativas, con el modelo chino como principal competidor, y la proliferación de los autoritarismos.
La frase de Josep Borrell de que “Europa debe aprender rápidamente a hablar el lenguaje del poder” fue la más clara llamada de atención sobre la necesidad de que la UE se pusiera las pilas. El poder blando ya no protege en momentos en los que se ha vuelto a naturalizar la guerra y la razón de Estado manda por doquier. Como dice Ivan Krastev, se acabaron las vacaciones de la historia de las que habían venido disfrutando las sociedades europeas, ahora toca adaptarse a ella. Pero para eso hará falta un proyecto compartido y una decidida voluntad política para ejecutarlo, justo aquello que no se atisba en el horizonte.
Por lo pronto, el eje franco-alemán, la espina dorsal de la UE, se encuentra en ambos países en plena crisis política, con un Macron reducido a su caricatura y un Scholz con grandes probabilidades de dejar de ser canciller. Italia, con Meloni, como potencial peón de Trump y Musk en Europa, es buen reflejo del éxito constante de la ultraderecha en el continente, no precisamente hospitalaria con una profundización del proyecto europeo. Y, en fin, el resto, con la excepción de los países fronterizos con Rusia, atendiendo más a sus conflictos políticos internos que a lo que demandan los requerimientos de la autonomía estratégica de Europa: el desarrollo de las capacidades europeas de defensa y seguridad y una política exterior común. Añádanle a esto el posible impacto de los gastos en defensa en el conjunto del gasto público, con su posible impopularidad, o las repercusiones de las medidas comerciales estadounidenses sobre economías con bajo crecimiento, aparte de los tics nacionalistas de la extrema derecha y la ausencia de liderazgo. El proceso de adaptación europea a las nuevas circunstancias europeas se presenta, pues, cargado de dificultades e incógnitas. Pero no hay vuelta atrás. Lo abordamos de cara o la alternativa es la irrelevancia.
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