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El misionero de Tigray al que la guerra etíope pilló fuera de casa: “Todo es como un mal sueño”

El padre Ángel Olaran se encuentra en España desde que estalló el conflicto en la región de Etiopía donde vive desde hace casi tres décadas: “No sabemos con qué nos vamos a encontrar”

Ángel Olaran, misionero, en el Museo Africano de Madrid.
Ángel Olaran, misionero, en el Museo Africano de Madrid.Olmo Calvo

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El 29 de octubre, Ángel Olaran (Hernani, 1938) salió de la ciudad de Wukro (Etiopía) para subir a un avión rumbo a España. Los problemas que traía en la maleta eran la mala cosecha por la escasez de lluvias y la amenaza de un plaga de langostas. Pocos días después de aterrizar, el misionero vasco nunca imaginó que sus preocupaciones iban a cambiar radicalmente. Lo que era un viaje de unas semanas para visitar a familiares y amigos, operarse de un glaucoma y asistir a un compromiso en Alicante vinculado con el tercer sector, se ha convertido en una estancia angustiosa por la inquietud de regresar lo antes posible a un país enfrentado.

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El 4 de noviembre, el primer ministro etíope y Premio Nobel de la Paz en 2019, Abiy Ahmed, declaraba la guerra al gobierno del Tigray, una región situada en el norte de Etiopía en la que reside desde hace 28 años el sacerdote de la orden de los Misioneros de África –también conocidos como los Padres Blancos–. Hasta ahora, el corte de la conexión a Internet y el bloqueo informativo impuestos por el Gobierno federal desde el inicio de la ofensiva militar, impedían a Olaran saber a ciencia cierta cómo se encontraban los sacerdotes y colaboradores con los que trabaja en la Misión Saint Mary, donde desarrolla una reconocida labor educativa y de apoyo a los colectivos más vulnerables. Tampoco conocía la dimensión real de los ataques militares.

“Todo esto es como un mal sueño”, dice Olaran. Es una fría mañana de diciembre en Madrid y Abba Melaku, así es como le conocen (“Abba” significa padre y “Melaku”, su ángel), recibe a EL PAÍS en el Museo Africano, un lugar lleno de objetos históricos que otra orden de misioneros, los Combonianos, abrió al público en 1985. Aunque se le nota con energía y a gusto en un espacio que le acerca un poco a África, no oculta su angustia al estar tan lejos de “su casa”. “Siento una gran carga en la espalda”, confiesa.

Preocupación ante el goteo de información

Ha pasado más de un mes desde el inicio del conflicto armado y Olaran ha recibido las primeras noticias gracias a que ha podido contactar con varios colaboradores que se encuentran en Mekele, la capital del Tigray, a 50 kilómetros de Wukro, donde el Gobierno ha empezado a restablecer la comunicación telefónica y el suministro eléctrico. “Mekele ha sufrido duros bombardeos durante varios días. Ha entrado un convoy de la Cruz Roja, pero se mantienen con la comida que tienen desde hace un mes porque las cuentas bancarias siguen bloqueadas y hay mucha inflación en los precios de los alimentos. Wukro también ha sido bombardeada y los postes de electricidad están tirados por el suelo. Hay población escondida en las montañas y calculan centenares de muertos”, lamenta el misionero. “En la misión están bien. Me cuentan que debe haber bastante gente esperando ayuda y comida. Eso sí, empieza a haber pillajes y nos han robado cuatro coches con los que atendíamos en los pueblos de alrededor”, añade.

La serenidad que transmite Olaran cuando habla de la inesperada guerra civil etíope contrasta con las informaciones de muertes de civiles y la crudeza de lo que han ido contando los medios y organizaciones que han teniendo acceso a testimonios de afectados por las acciones militares. Hace unos días, el periódico The New York Times entrevistaba a tigrayanos desplazados cerca de la frontera con Sudán que daban fe de haber sufrido campañas de asesinatos, violaciones y saqueos por parte de milicias étnicas aliadas con el Gobierno –según la ONU, más de 50.000 refugiados etíopes han cruzado al país vecino y, en total, estiman que hay casi un millón de desplazados–. Por su parte, Amnistía Internacional ha denunciado una masacre supuestamente auspiciada por el Frente de Liberación del Pueblo Tigray (TPLF) –partido que gobierna el Tigray– contra centenares de civiles no tigrayanos en la localidad de Mai-Kadra, al suroeste de la región.

Ángel Olaran con dos niños en Etiopía.
Ángel Olaran con dos niños en Etiopía.Holystic ProÁfrica

“Ángel es muy duro, una persona tremendamente fuerte. Se le nota muy triste, pero ya está en modo pensar en soluciones más que en los problemas”, opina al otro lado del teléfono Pablo Llanes, presidente de Holystic ProÁfrica, una de las ONG que colabora desde hace años con Olaran. “Es un hombre que te da mucha paz. No se escandaliza por nada. Después de todos los problemas que ha visto en África...”, añade María Pueyo Olaran, una de las sobrinas con las que mantiene una relación más estrecha.

Urgencia por regresar

A pesar de que el Nobel de la Paz Abiy Ahmed proclamaba la victoria el pasado 28 de noviembre tras llegar con sus tropas a Mekele, el fin del conflicto parece lejano puesto que el líder del TPLF y la junta de la guerrilla han huido hacia las montañas para rearmarse. Volver a Wukro, además de peligroso, no resulta fácil. El misionero todavía no tiene billete de vuelta, pero piensa regresar a finales de diciembre. “Etiopía es mi casa y quiero volver cuanto antes. Parece que el aeropuerto de Mekele se va a abrir en breve aunque, por precaución, algunos me aconsejan estar unos días fuera de Tigray. Los Padres Blancos tienen la comunidad de Kombolcha, a 400 kilómetros de la región y quizá vaya primero allí, pero todavía no lo tengo claro”, explica Olaran.

“No sabemos qué nos vamos a encontrar ni lo que ocurrirá a partir de ahora. Sin embargo, no dudo en que todo se va a arreglar”, opina con firmeza. “Mi esperanza es que cuando empiece a mediar la Unión Africana y haga efecto la presión internacional se llegará a un entendimiento entre las partes enfrentadas”, reflexiona.

Mi esperanza es que cuando empiece a mediar la Unión Africana y haga efecto la presión internacional se llegará a un entendimiento

Cuando el misionero llegó a Wukro, después de 20 años de cooperación en Tanzania conviviendo con la tribu de los wanyamwezi (’hijos de la luna’ en swahilli), tenía la tarea de ayudar al padre José Luis Bandrés a construir una escuela secundaria y de formación profesional. Y lo hicieron. Pero la labor humanitaria de Olaran ha ido mucho más allá. Gracias a la colaboración desinteresada de mucha gente, han desarrollado programas y proyectos de apoyo a miles de niños huérfanos, así como a ancianos en condiciones de pobreza extrema, prostitutas o enfermos de VIH, entre otros colectivos vulnerables. También apoyan a la administración local en el desarrollo y reparación de infraestructuras con actividades como la reforestación, la construcción de pequeños embalses o rehabilitando torrentes.

Ahora no sabe cómo va a seguir desarrollando el trabajo que le ha llenado durante casi un tercio de su vida o si van a tener que volcarse en arreglar todos los desastres de la guerra. “Con la rebaja de la intensidad de las hostilidades, empiezan a florecer las necesidades básicas: falta de comida y de agua, el vandalismo, la vuelta al trabajo... Y esperamos que ante la falta de comida y agua no aparezcan enfermedades como el cólera”, subraya.

Aunque el misionero vasco cuenta con un amplio equipo de colaboradores y voluntarios, sabe que no va a llegar otro compañero de los Padres Blancos después de él y le corre prisa volver para volcarse en ayudar, que es lo que le mueve desde que a los 33 años decidió dedicarse en cuerpo y alma a esta tarea. Con 82 años años, le queda cuerda para rato, pero asume dónde va a pasar el final de sus días: “Mis raíces son vascas y no renuncio a ellas, pero mi sangre está en Etiopía. Mi idea es morir allí”.

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