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DISCOS PERDIDOS | 2
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Beck en la Ciudad del Motor

Solo una estrella del rock llegó a grabar en el estudio de Motown. Pero no se atrevió a publicar los resultados

Versión imaginada del disco de Jeff Beck para Motown por el diseñador Javier Aramburu.
Versión imaginada del disco de Jeff Beck para Motown por el diseñador Javier Aramburu.JAVIER ARAMBURU
Diego A. Manrique

Si alguien menciona a Beck en asuntos musicales, es muy probable que la mente vuele hacia Beck Hansen, el polímata californiano que descubrimos en 1994 con Loser. Pero antes estaba el Beck británico, Jeff Beck, posiblemente el guitarrista más imaginativo surgido de Inglaterra en los sesenta, una década no escasa en maestros de lo que coloquialmente llamaban hachas.

Nuestro Beck era el hachero que reventó los esquemas de su primer grupo de éxito, The Yardbirds. A lo que eran esencialmente livianas canciones pop y blues acelerados, aportó un nuevo vocabulario guitarrero, soluciones imposibles, exotismos (meses antes de que George Harrison conociera a Ravi Shankar, Beck ya evocaba el aroma del sitar en Heart Full of Soul). Asombraba su precisión, su inventiva para conjurar sonidos, cuando apenas se disponía de pedales de efectos.

Había una cara B, claro. Beck se caracterizaba por un temperamento volátil, como se aprecia en su escena de Blow-Up (1966), la película londinense de Antonioni. The Yardbirds están actuando ante un público apático; el amplificador de Beck comienza a pedorrear y su frustración deriva en la destrucción de su guitarra (una Hofner barata, nada de bromas con sus queridas Gibson y Fender). No importa que esos sacrificios fueran realmente la especialidad de The Who; Beck tenía un aire troglodita que hacía concebible tales arrebatos.

Otra especialidad de Beck era el autosabotaje. Contratado para actuar en el festival de Woodstock de 1969, unos días antes suspendió la gira por EE UU y regresó a casa. Lo ha justificado luego de mala manera, alegando que detestaba “el rollo hippy”. El problema es que esa decisión estúpida acabó también con aquella formidable encarnación del Jeff Beck Group, que incluía a Rod Stewart, Ronnie Wood y Nicky Hopkins.

No pudo elegir peor momento para desaparecer. Su público estaba desertando hacia los más fiables placeres de Led Zeppelin, cuyo primer LP en buena parte derivaba de hallazgos de Beck. Y no podía protestar: compartían manager. Además, había una larga amistad con el fundador de Led Zeppelin, Jimmy Page. Ambos eran hábiles en disimular sus plagios pero discrepaban en el grado de compromiso: Page tenía un proyecto artístico y ansia por comerse el mundo, mientras Beck prefería dedicarse a restaurar su colección de coches vintage.

La indolencia de Beck se escapa a nuestra comprensión. Podía acudir a una grabación sin sus guitarras, seguramente directo de su garaje; alguien le buscaría un instrumento. Cuando comenzó a trabajar con George Martin en lo que sería su triunfal Blow by Blow, el productor comprobó que Beck llegaba invariablemente hacia el final de la sesión. Resultó ser pura tacañería: odiaba los parquímetros londinenses. Con diplomacia, Martin le recordó que el alquiler diario del estudio costaba mil libras esterlinas y, aunque de momento pagaba la discográfica, al final se lo descontarían de sus regalías.

Lo compensaba con su audacia kamikaze. En el mundillo del pop británico, todos adoraban los esbeltos productos de la factoría Motown. Pero solo una figura se atrevió a viajar hasta el estudio de la compañía, para grabar con los músicos de la Motor Town. Corría el verano de 1970 y Beck fue bien recibido por el capo de Motown, Berry Gordy, que soñaba con expandirse al mercado del rock.

Se cometieron algunos errores. Beck llegó con el baterista Cozy Powell, que insistió en instalar su aparatosa Ludwig de doble bombo, ante la consternación de los técnicos de Motown. Y también se trajo a su productor habitual, Mickie Most, acostumbrado a funcionar con un equipo que le permitía escaquearse de las tareas más tediosas. No coló en Detroit: lo primero que le pidieron James Jamerson y Earl Van Dyke, los instrumentistas convocados, fueron las partituras.

No traían partituras. Beck creía que ellos ya se sabían el repertorio previsto, cosas como Reach Out I’ll Be There (el megaéxito de The Four Tops), I’m Losing You (The Temptations) o I Can’t Give Back The Love I Feel For You (Rita Wright). Y sí, podían haber tocado en las grabaciones originales pero eran una fracción de las miles de canciones que habían facturado entre aquellas cuatro paredes. Desconfiaban del modus operandi de Beck, que esperaba improvisar hasta llegar al punto de amalgama entre su rock explosivo y el impulso Motown.

Con todo, se hicieron una decena de piezas. El disparate final fue que resolvieron mezclar en Londres, ignorando que el secreto del sonido Motown pasaba precisamente por la mesa de su estudio. El disco no se pudo terminar; cincuenta años después, nada se ha escuchado de aquellas sesiones. Otra ocasión perdida. Y puede que Motown no se lo perdonase. En 1972, uno de sus artistas, Stevie Wonder, compuso para Beck el tema Superstition. Motown dictaminó que era demasiado bueno para dar su estreno a un tipo tan poco fiable. Fue número uno para Stevie en 1973.

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