Con la palabra como arma: así trabajan los interruptores de la violencia en Montevideo
En el barrio Cerro Norte la tasa de homicidios es de 32,5 cada 100.000 habitantes, frente a la tasa nacional de 11,2. “Somos bomberos haciendo cortafuegos para que los incendios no se sigan extendiendo”, explican
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A mediados de octubre de 2024, el Ministerio del Interior de Uruguay dio luz verde a la Operación Escalada, un “despliegue policial intensivo” en Cerro Norte, un barrio del oeste de Montevideo amenazado por la violencia letal. Las imágenes de la intervención poblaron las pantallas: hombres con uniformes camuflados entraban en acción, las cabezas protegidas con cascos, chalecos antibalas, brazos armados con fusiles. Llegaron en motos, en camionetas y camiones blindados. Poco antes, en ese lugar había muerto un niño de un año, víctima de una balacera entre bandas narco que operan en la zona, según las crónicas policiales. Por ese crimen se entregó un adolescente de 14 años y fue detenido e imputado otro de 17.
“Cuando uno está en la calle aprende a perder el miedo”, sostiene Fernanda Pérez, de 33 años, que nació, se crio y vive en Cerro Norte. En su caso, salió a trabajar con 14 años cuando el padre abandonó la casa. Empezó vendiendo estampitas de santos en los semáforos. “La vida misma te hace perder el miedo”, insiste. Basta caminar unos pasos con ella para entrar en la memoria de este barrio de raigambre obrera, un entramado de lazos vecinales que la protegió en tiempos complejos. Sus vecinos le dieron techo, comida, afecto. Y con esa misma fibra solidaria, Pérez se ocupó de los que vinieron después. “Fui como una mamá adoptiva para muchos chiquilines de acá”, comenta. Aquellos niños, ahora adolescentes o jóvenes, son en este barrio las presas favoritas de la violencia, que esta mujer busca desactivar con un potente arsenal: la experiencia, el instinto y la palabra.
Desde junio de 2024, Fernanda Pérez recorre las calles y pasajes de Cerro Norte con la tarea de interrumpir los conflictos potencialmente letales, en el marco de un programa piloto denominado Barrios sin violencia puesto en marcha por el Gobierno uruguayo con la financiación del BID. El objetivo: prevenir los homicidios. En esta zona, la tasa de muertes violentas se eleva a 32,5 cada 100.000 habitantes, frente a los 11,2 homicidios cada 100.000 personas que se registraron a escala nacional en 2023. “Tenés que ver cuándo es una situación de máximo riesgo”, dice Pérez a América Futura en un recorrido por el lugar. “Para mí es normal. Si no escucho tiros es porque algo pasó”, agrega. Explica que no hace mucho convenció a un chico de 14 años de que le entregara el arma de fuego y evitó que una incipiente reyerta por drogas escalara. Es solo uno de los tantos conflictos que ha interrumpido metiéndose en los pasajes del barrio intervenido por la policía, sin traje camuflado, sin casco, sin chaleco antibalas, sin fusiles.
Se suma a nuestro trayecto Maximiliano Pereira, de 30 años, otro de los interruptores de la violencia que también nació y creció en esta parte de Montevideo. “Este es un proyecto salvavidas, te extiende la mano, te ofrece una solución”, dice Pereira. El programa está basado en el modelo de Cure Violence, una organización de Estados Unidos que propone un enfoque epidemiológico de la violencia, siguiendo pautas de la Organización Mundial de la Salud. Tratándola como una enfermedad contagiosa, a la violencia hay que cortarla de cuajo. Con ese cometido los interruptores salen en dupla a recorrer su barrio. “Uno que anda en la calle conoce dónde está picante la cosa”, continúa. Son 16 en total, distribuidos en dos grandes zonas de Montevideo: Cerro y Casavalle, donde en siete meses han intervenido en 170 episodios de violencia, a cualquier hora del día.
“Somos casi bomberos apagando fuegos o haciendo cortafuegos para que los incendios no se sigan extendiendo”, ilustra Diego Rivero, coordinador del programa Barrios sin violencia, que además de los interruptores incluye a psicólogos y trabajadores sociales que les dan apoyo. Pero la tarea no acaba ahí. “No solo desactivamos el conflicto, sino que acompañamos a la persona para que salga de ese circuito”, apunta. Es un circuito duro de roer, habida cuenta del grado de naturalización que la violencia ha alcanzado en algunos sectores de estas zonas. Rivero describe situaciones que serían escandalosas en otros barrios de la ciudad, pero aquí son ingredientes del menú cotidiano: “la amenaza de muerte está muy presente”, explica; “hay instalada una cultura del arma de fuego”, continúa; “las deudas se arreglan con balas”, añade. “Las bandas [de narcotraficantes] que están establecidas y se disputan el territorio condicionan la vida en general”, sostiene.
Consultados por el principal desencadenante de la violencia letal, los interruptores Pérez y Pereira responden al unísono: “consumo problemático de drogas”, sobre todo de pasta base de cocaína. Sus protagonistas son principalmente hombres jóvenes, con trayectorias vitales condicionadas por la exclusión social, hogares rotos, un sistema educativo que no los retuvo, falta de oportunidades laborales. “Eso también es violencia”, dice Maximiliano Pereira. De acuerdo con los datos oficiales, Montevideo concentró el 55% de los homicidios registrados en 2023 en Uruguay: 210 de un total de 382; la mayoría de las víctimas tenía entre 18 y 37 años y vivía en los barrios que atiende este programa. “Necesitamos tiempo”, dice Pereira frente a este cuadro complejo. “Nuestro trabajo es de hormiga”, agrega consciente de que la sociedad demanda resultados inmediatos.
Una de las señas más destacadas del programa es que los 16 interruptores viven en estos barrios y manejan los códigos de los más jóvenes, que llaman fierro a la pistola, perro al que tirotea o sapo al delator. Los conocen bien porque varios de ellos consumieron drogas pesadas o cumplieron penas de cárcel. “No se les puede hablar como habla un doctor”, añade el interruptor. Detectan el conflicto mediante el recorrido diario o alertados por la red de interlocutores que han forjado en el barrio. En primer término, buscan desactivarlo, apartando a uno de los implicados. “Le hacemos ver a dónde lo puede llevar la violencia”, dice Pereira. Lo importante ―remarca― es ganar tiempo. Su colega asiente e insiste: “La violencia no se puede cortar con más violencia”. Cuando hay un tiroteo, apunta Pérez, toman distancia. Una vez interrumpido el conflicto, se encargan de hacer el seguimiento del caso, que cuando está atravesado por el consumo de drogas procuran derivarlo a una de las ONG especializadas en tratar adicciones. En ese terreno, subrayan, la respuesta del Estado es notoriamente deficiente.
Al principio reconocen que el barrio los recibió mal, porque los jóvenes con quienes deben hablar creían que habían fichado para la policía. “Eso no es así”, señalan. Barrios sin violencia forma parte de un plan de prevención del Ministerio del Interior, pero ellos no responden a directrices policiales. Ahora son figuras totalmente integradas. “En siete meses no hemos tenido nunca un interruptor que haya sufrido una situación de violencia, una amenaza directa”, dice Rivero, su coordinador. En noviembre, ejemplifica, hubo 21 interrupciones en el Cerro, pero estima que deberían alcanzar como mínimo unas 40 al mes. “Buscamos que los equipos sigan madurando para llegar al nivel de acción esperado”, sostiene.
Hasta ahora, Uruguay era uno de los pocos países de América Latina que no había implementado programas de este tipo, focalizados en la prevención de homicidios. “El modelo Cure Violence se ha ejecutado con éxito en diferentes contextos, probando su eficacia a lo largo de diversas comunidades, culturas y etnias”, asegura un documento oficial. El programa se ha replicado en más de 100 comunidades y barrios de más una decena de países. Su continuidad o no en Uruguay dependerá de la decisión que adopte el nuevo Gobierno del Frente Amplio (centroizquierda) que asumirá el próximo 1 de marzo.
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