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En colaboración conCAF

La lucha arhuaca para recuperar la Sierra Nevada de Santa Marta y sanarla del cambio climático

Mientras en la cima se ha perdido un 91% de la nieve, las comunidades indígenas buscan retomar su territorio frente al mar. “Destruir el planeta es no quererse a uno mismo”, advierten los líderes ancestrales

Diosnain Villafañe Niño, líder arhuaco, en Katanzama, el 12 de marzo de 2025.
María Mónica Monsalve S.

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“En la Sierra Nevada de Santa Marta se encuentra el mar, el cerro, el glaciar. Es una pequeña biblioteca que se debe expandir”, dice Bartolo Torres, mayor líder del pueblo arhuaco. Él, al igual que todos los hombres, lleva en su cabeza un tutusoma, el gorro blanco que tejen y hace honor a la nieve de la Sierra; aunque se está perdiendo. El manto que cubría lo más alto de esta área sagrada, que los indígenas que la habitan consideran el corazón del mundo, se redujo más de 75 kilómetros cuadrados entre 1954 y 2017. Ha desaparecido 91% de lo que alguna vez fue glaciar.

Los cálculos los han dado las autoridades ambientales de Colombia, pero son ellos los que lo han visto y lo han vivido. “No se ha tenido en cuenta el mar y no se ha leído el mensaje de sus olas, de los conocimientos ancestrales”, afirma Torres. “Si un ser desaparece en otro lugar, automáticamente repercute acá”, en la montaña litoral más alta del mundo, que, en menos de 50 kilómetros, resume varios ecosistemas: desde el nivel del mar, en el Caribe colombiano, hasta los 5.775 metros del pico Colón, también conocido por los koguis como Gonawinda.

Un grupo de hombres arhuacos caminan en un páramo de la Sierra Nevada, al fondo son visibles el pico Colón y el pico Simón Bolívar, en una fotografía de archivo de 2008.

Todo está conectado y se siente en esta sierra que, en realidad, se extiende hasta lo que se conoce como la Línea Negra, un territorio ancestral que abarca gran parte de los departamentos de Magdalena, Cesar y La Guajira. En una resolución de 1973 y un decreto de 2018, este territorio se define como un “ámbito tradicional, de especial protección, valor espiritual, cultural y ambiental”. El primer documento reconoció 54 sitios sagrados, mientras que el segundo lo amplió a 348. Es un lugar de alto valor ecológico y espiritual que, como todo el planeta, siente los estragos del cambio climático. “Como en estos tiempos el hombre está confundido, el clima se ha comportado igual”, sentencia el mayor Torres.

De los 5.775 metros de la cima a la capital ancestral

No es una entrevista, es un diálogo, aclaran. Las personas que están ese día en Nabusimake, capital ancestral del pueblo arhuaco y “donde nace el sol”, se reúnen bajo un enorme árbol. Allí suelen hablar con los que vienen de afuera. “Aquí el verbo se teje, palpita y se extiende como lo hace la sangre del corazón”, explica Juan Carlos Chaparro, que hará de intérprete. Lo más alto de la montaña no se ve. Nabusimake es un valle oculto entre las otras elevaciones que conforman la Sierra. Es el refugio al que escaparon los arhuacos cuando llegaron los españoles. Fueron desplazados de las zonas más bajas.

Bartolo Torres (izquierda), mayor líder del pueblo arhuaco y otros hombres conversan bajo uno de los árboles sagrados, en Nabusimake, el 14 de marzo de 2025.

Aún hoy implica un largo viaje llegar hasta allí. En 1916, consiguieron llegar los misioneros capuchinos para evangelizar a la población. Lo atestiguan no solo la casa de adobe que ahora es un colegio indígena o la torre de campanas que ya no se tocan, sino los pinos que se extienden a lo largo de la capital arhuaca. No son especies nativas de la Sierra. Tras 66 años y un sufrimiento punzante —que implicó desde cortarles el pelo a la fuerza, hasta colgarlos de las manos en los árboles como castigo — los indígenas recuperaron Nasubimake, su vida y su lengua. Sin embargo, hay cosas que los siguen hostigando. La minería, la deforestación, los cultivos ilegales, el conflicto y el calentamiento global.

Desde que era niño, Torres asegura haber visto “un cambio enorme” en su territorio: “Era una ley: en la época de lluvia, llovía. En la de verano, era verano. Los pájaros cantaban dependiendo de los pisos térmicos”. Ahora todo es distinto. Hay aves tradicionales que han desaparecido y otras “desconocidas”, más típicas de las playas, han llegado. Además, “los humedales se han perdido. La nieve ha mermado. Ha bajado el agua más allá de lo milimétrico, que antes no pasaba. Ha sido preocupante”, confiesa el mayor.

La Sierra alimenta tres microcuencas, 35 ríos principales y produce más de 10.000 millones de metros cúbicos de agua al año de los que se benefician aproximadamente 1,5 millones de personas. “Conocer sobre la vida del agua, sus nacederos, es como una gran universidad”, afirma el mamo Ñankwa Izquierdo. “Es estar frente a la vida”, que ahora han visto alterada. Entre 2000 y 2018, la disponibilidad hídrica en la Sierra ha disminuido entre el 10% y el 30%, sobre todo en años secos, advierte el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM). De los 35 nacederos que la comunidad había identificado, uno ya se secó, según cuenta Johana Chaparro, hermana de Juan Carlos y que también ejerce de intérprete.

La madre líder, Nanda Megía, describe lo que está pasando como un saqueo a la Tierra. “Hay cambio en la palabra, hasta en lo que debe ser transmitido de generación a generación”, dice. “Unas especies están bajando, otras subiendo. Hay contradicciones, alimentos que no se están dando”. El impacto que el cambio climático y otras actividades generan en esta inmensa montaña es algo poco estudiado por los de “afuera”, a pesar de saber que es altamente diversa, con mucho endemismo. Pero hay algunas señales. Un estudio sobre su vulnerabilidad publicado en 2021 habla de que el 1,6% de todas las especies están amenazadas, incluyendo aves migratorias que llegan para escapar de los inviernos de otras partes del mundo.

En un reporte titulado Cambio climático y extinciones de cumbre, liderado por el Instituto Humboldt, el biólogo Germán Forero Medina estima que 21 de las 26 especies de anfibios estudiadas en la Sierra —tres de ellas endémicas— desplazarán su rango a áreas más bajas. Para otras siete, se podría reducir más del 70% del área que habitan a medida que aumenta la temperatura.

Cambio climático no es una palabra que exista en la lengua arhuaca o iku. Cuando la usan la dicen en español, al igual que los números. Son conceptos ajenos. Los mamos les habían advertido, eso sí, que algo como lo que ahora ven, sienten y viven iba a suceder. Los tres líderes que hacen de voceros de la comunidad, se preguntan: “¿Los hermanitos menores qué están haciendo?”. Se refieren a los que no son indígenas y han maltratado la naturaleza. “Van a los grandes lugares, los estudian, pero solo los saben medir en signos de peso”, dice Izquierdo. “Destruir el planeta es no quererse a uno mismo. Cuando uno se ama a uno mismo, tiene más conciencia”.

Hace cuatro años, las autoridades indígenas cerraron Nabusimake al turismo porque quieren concentrarse en que su territorio permanezca. Su próximo objetivo es “liberar” la parte baja de la Sierra, tierras que ahora están en manos de los empresarios, cuenta Megía. “Ellos también deben aportar, reconciliarse con la tierra y con la vida”. Como el mismo pulso con el que hablan, quieren retomar su espacio.

La recuperación a nivel del mar

Diosnain Villafañe Niño, líder arhuaco, llega a Katanzama —raíz del pensamiento ancestral—tras caminar tres horas por la playa. Allí coordina un colegio al que asisten 140 estudiantes, incluyendo 35 internos. Ubicado entre Palomino y Don Diego, este lugar, al lado del mar, siempre ha sido de los arhuacos: ancestral y sagrado. Pero hace 20 años no se veía como ahora. En vez de árboles, casas levantadas en tierra y paja, y la escuela que funciona con paneles solares, todo lo que había eran potreros para ganado y plantaciones de coca. “En algún momento esto fue de un narcotraficante”, recuerda el líder sentándose en una roca, también bajo un árbol.

Guiados por Danilo Villafañe, que falleció en 2023, los arhuacos le pidieron al Estado que comprara estas tierras y se las entregaran para sanarlas. Durante dos meses, casi 300 personas pasaron sus días erradicando manualmente las plantas de coca. Después, sembraron unos 17.000 árboles. “Se empezó con la reforestación, a apoyar a la madre Tierra. Se aprendió a sembrar bosque, porque eso no es algo nuestro. Lo nuestro es estar con los que están, que permanezcan”, explica Villafañe Niño.

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En 2022, la Sociedad de Activos Espaciales (SAE) le quitó los predios Don Diego y Acantilado, donde se encuentra Katanzama, al narcotráfico, y se los cedió al Cabildo Arhuaco del Magdalena y La Guajira. Pero a finales de 2024, los indígenas se enteraron de que debían pagar unas pólizas por ser los administradores del lugar por valor de casi 240 millones de pesos (57.700 dólares).

“Empezó un nuevo diálogo”, cuenta el líder, recordando que la palabra es la única herramienta que tiene. Ha dialogado con campesinos y colonos para que no se sientan desplazados; también con las Autodefensas Conquistadores de la Sierra Nevada (ACSN), el grupo armado que controla la zona. “Les dije que de conquista se habló hace 500 años. ¿A quién defienden? Se matan, pero, ¿en defensa de qué? Más bien están ensuciando el territorio, porque están derramando sangre sobre lo sagrado”.

En Katanzama no hay mucha gente. El colegio terminó su jornada y los mamos fueron unos días a Aracataca para organizar el espacio en el que el presidente Gustavo Petro entregó al pueblo arhuaco más de 1.000 hectáreas la semana pasada. Son dos haciendas: una de 811 hectáreas en el sector Gunmaku; y otra de 219 hectáreas en Katanzama. Ambos, según la SAE, están en proceso de adjudicación a las comunidades en coordinación con la Agencia Nacional de Tierras.

Diosnain Villafañe Niño camina por la playa hasta la desembocadura de un caño. Dice que, en las mañanas, cuando está despejado, se ve la nieve que corona la Sierra. “Todo está conectado”, repite. No teme que esta arena se erosione o que el aumento del nivel del mar se coma lo que han ganado, como puede suceder en el Caribe colombiano por el cambio climático.

“Alguna gente dice que, en algún momento va a entrar el mar, pero mientras le podamos cumplir a la naturaleza, podemos seguir aquí”, aclara. Es algo que ellos saben hacer desde pequeños: mantener el equilibrio. “A los niños les decimos que no pueden rayar la tierra o mover ni una piedra. Cuando se bañan en ríos o caños, no hay que tirarse, sino entrar con cuidado”. Es simple. Los habitantes del corazón del mundo saben que la Tierra no quiere ser perturbada.

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Sobre la firma

María Mónica Monsalve S.
Periodista de América Futura en Bogotá, Colombia. Antes trabajó en El Espectador. En 2020 fue ganadora del Premio Simón Bolívar por mejor reportaje. Máster en Cambio Climático, Desarrollo Sostenible y Políticas de la Universidad de Sussex (Reino Unido).
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