La épica viste de negro
Los teloneros de REM o Muse casi llenan la sala La Riviera
Un escenario borrascoso y ocho azulados focos circulares que se ciernen sobre el público como si se avecinara una invasión alienígena. Así arranca el espectáculo de Editors, un quinteto británico que sigue reivindicando el negro (riguroso) como su referente frente al arco cromático. La teatralidad gestual entre sombras es inherente a ese seductor jefe de filas llamado Tom Smith. Tiene encanto verle dibujar en el aire los acordes del piano desde Sugar, el magnífico y acongojado arranque (“Amarte me rompe el corazón”) de la noche y primera alusión a ese cuarto álbum, The weight of your love, con los que los de Birmingham han recuperado el pulso.
Editors han sido teloneros de REM o Muse y siguen soñando con explayarse en estadios. Aquí, de momento, son capaces de casi llenar La Riviera, una sala que anoche alcanzaba la incandescencia a la altura de Smokers outside the hospital doors: estribillo pomposo y creciente, esas guitarras reverberantes que constituyen un evidente guiño a The Edge. El quinteto juega a ser oscuro, pero también estiloso: Smith se concede su primer momento Chris Martin cuando en Eat raw meat se sienta al piano de pared antes de auparse sobre él y erigirse en prieta y espigada silueta.
Bones desvela, con su bajo nervioso y esa manera tan épica y atildada de enfatizar las sílabas, que Echo & The Bunnymen constituye el otro gran referente en el santoral de los chicos.
Nada que no hayan intentado coetáneos como los hieráticos The Horrors o los algo insustanciales Interpol. Editors se impone hasta cuando pisa el resbaladizo terreno de las baladas: Two hearted spider parece languidecer hasta que se convierte en materia para el coreo.
A estos editores nunca les asusta la posibilidad de que el público alce los brazos y entre en fase de exaltación. Su acercamiento al post-punk es tan prudente y sustancioso como el de los Simple Minds en tiempos de Real to real cacophony. La vieja All sparks recuerda por qué los inicios del grupo fueron tan fulgurantes, igual que la reciente Formaldehyde redondea la cuadratura: oscuridad, manierismo y una melodía condenadamente pegadiza en cuatro minutos escasos. Y, de cuando en cuando, las llamadas a U2. Nada ocultas en A ton of love, que repite “Desire, desire” como aquel enorme éxito de un cuarto de siglo atrás. Y más sutiles con Honesty, que cierra el concierto con la solemnidad de 40 al final del minielepé aquel en vivo. Alusiones grandes, ambiciones parejas.
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