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FICCIÓN EN CADENA

‘El síndrome’ (6): ‘Elegía’

Helena Medina, guionista en series como 'El reencuentro', 'Sara', '23F: el día más difícil del Rey', 'Operación Jaque' y 'Niños robados' concluye esta semana su relato de verano

Ilustración de Carmen Delaco.
Ilustración de Carmen Delaco.

El hombre del teléfono vivía muy lejos del aeropuerto y todo quedaría atrás con asombrosa rapidez. Pero a la mañana siguiente el hecho era aún lo suficientemente real como para que cumpliera con el ritual de encender el televisor para comprobar si se había descubierto el pastel. Y sí. Los noticieros daban ya buena cuenta del macabro festín que los alimentaría durante unas semanas: “El crimen de los amantes de Gatwick” era el titular que había conseguido imponerse, el que escucharía cuando dentro de un rato saliera a comprar tabaco o a tomarse un café. Psicólogos de medio pelo especulaban sobre las razones que podían haber llevado a alguien a cometer tan deleznable acto. “Otra vez la gilipollez ésa del síndrome del no-lugar”, pensó, “son ganas de buscarle a todo tres pies al gato”.

La televisión ponía nombre y apellido al hombre a quien había matado, lo dotaba de todo lo que él no había visto ni intuido cuando lo hizo, y que por otra parte le importaba un rábano: le atribuía una familia, proyectos, una clase social, un pasado y un futuro truncado. En este caso, además, el morboso hecho de que hubiera aparecido tumbado a horcajadas sobre una azafata justificaba un incremento en las partidas presupuestarias, y se había invitado a los platós a su mujer, cuyo rostro lloroso ocupaba ahora toda la pantalla. No, no creía en absoluto que su marido hubiera tenido una relación, por pasajera que fuera, con esa azafata. Dos cuerpos pueden acabar uno encima del otro por múltiples razones (ante eso a una de las psicólogas del programa casi se le escapó la risa), y su marido era un hombre detallista, cariñoso, que a menudo le regalaba cosas bonitas sin motivo, solo por mantener la llama del amor encendida. La psicóloga, tratando de recuperar la compostura y adoptando un tono de conmiseración, trató de explicarle a la afligida viuda que nadie estaba juzgando a su marido, ni diciendo que fuera un sinvergüenza; más bien al contrario, era una doble víctima porque ese tipo de infidelidad es típico de los brotes de síndrome del no-lugar. Y la mujer insistió en que no, para nada, su marido pertenecía al pequeño porcentaje de la población inmune al síndrome; de hecho siempre lo comentaba, que a él los no-lugares solo le proporcionaban paz, que por eso le gustaba mucho su trabajo a pesar de la corbata, porque implicaba viajar, aunque había estudiado filosofía y… “Todo apunta entonces a un hombre frustrado”, dijo el presentador haciendo un pinito destinado a un aumento de sueldo. No, en absoluto; nunca quiso dedicarse profesionalmente a la filosofía; convertirla en una fuente de ingresos habría sido pervertirla. Él la aplicaba en su día a día, acuñaba conceptos como el de estar pasajeramente muerto porque para él la muerte era tan solo un tránsito (ahí la viuda se hizo un lío porque fue incapaz de explicar hacia dónde transitaba uno según su marido); nombraba con frecuencia la inmortalidad, en la que deseaba fervientemente creer.

El hombre del teléfono aprovechó los anuncios para ducharse y hacerse un bocadillo. Cuando volvió frente al televisor la entrevista estaba terminando. “En definitiva, ¿cómo definiría usted a su marido?” Era un hombre bueno, sensato, que nunca perdió el norte y que ansiaba la libertad, no la que prometen los partidos políticos o las agencias de viajes sino la que resulta de actuar libre del miedo a las consecuencias, a la culpa, al castigo. “Joder, pues eso es precisamente el síndrome del no-lugar”, soltó la psicóloga, “de ahí su peligrosidad”. La viuda ni siquiera la oyó. Miró a la cámara y añadió que encontraba consuelo en pensar que por fin, después de una vida entera buscándolo, a su marido se le habían abierto de par en par las puertas del Paraíso.

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