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Columna
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Cámara

Jaime Rosales desgrana en el libro ‘Lápiz y papel’ su pensamiento sobre el oficio de director y la creación

“Se trata, sobre todo, de conceptos aplicados y reflexiones personales sobre el oficio de director de cine y sobre la creación artística en general”, afirma el cineasta Jaime Rosales (Barcelona, 1970) en su libro El lápiz y la cámara (La Huerta Grande), donde desgrana su pensamiento sobre el tema mediante bloques de notas escritas entre mayo de 2016 y agosto de 2017, mientras ultimaba el guion y rodaje de su película Petra. Confieso que he leído con creciente fervor este ensayo de corte aforístico, en primer lugar, por el entusiasmo que me produjeron todas y cada una de sus obras cinematográficas, y, en especial, la titulada Sueño y silencio (2012), pero también, en segundo, por lo que escribe en el citado libro.

De entrada, me cautivó su sencillo título por la rica raíz etimológica que encierra la palabra lápiz, derivada del término latino lapis-lapidis, que significó originalmente piedra antes de usarse para ese grafito actual, pero también la de cámara, que en latín significaba bóveda, cuando su empleo todavía no era el de una habitación, o, ya en términos de aparato visual, el medio con el que se valían los pintores para encuadrar adecuadamente un tema, por no hablar ya de su ulterior mecanización fotográfica o cinematográfica. Esta deambulación etimológica me parece que tiene, en este caso, pleno sentido, porque la excavación de una piedra en forma abovedada como visera visual me recuerda el maravilloso título de otro libro, Esculpir el tiempo, escrito como diario de trabajo por otro cineasta, Andréi Tarkovski (1932-1986), quizás el más grande del siglo XX. En este sentido, ambos, Rosales y Tarkovski, con sus respectivos títulos, se emplazan exactamente en el origen del arte, donde el hombre paleolítico dejó sus huellas en las paredes de las cavernas cuaternarias. Con ello, ambos asimismo celebraban con sus insólitas creaciones la originalidad de sus vanguardias obras cinematográficas.

Es imposible compendiar en un breve texto como este las profundas reflexiones que vierte Rosales en su libro sobre su concepción del cine, por lo que me limitaré a reseñar la relación que establece entre este y la vida, porque es precisamente ahí, como un mirador reflexivo sobre la misma, y no como un simple entretenimiento, cuando deviene una obra de arte y no un mero producto. También lo que apunta sobre la densidad de la imagen, algo estéticamente no digitalizable, así como el valor del subtexto que comporta ese no sé qué más allá de la mera información conceptual; la responsabilidad del director en la puesta en escena y la puesta en cuadro, en lo que ambas suponen de lograr una buena y actualizada forma de la composición clásica, y, en fin, la obligación del creador de ser obstinado y de no temer el fracaso. Estos son algunos de los pensamientos fuertes que infiere Rosales como imprescindibles para quien no dimite de su vocación artística.

Por lo demás, Montesquieu denominó como encanto invisible ese excedente del significante en la imagen artística, ese aporte del cuerpo para nosotros racionalmente aún indescifrable, y cuyo efecto es la sorpresa. “El objeto principal de toda creación artística”, afirma, por su parte, Rosales, “debe ser sorprender”, pero ¿cómo lograrlo si el autor no se aventura por los caminos no hollados, sin agitar la existencia? La máxima agitación dramática de una acción es el perdón, como así lo subraya Rosales: “El perdón que perdona siempre cumple la regla de la sorpresa y la necesidad. Sorpresa porque el perdón cuesta mucho esfuerzo; necesidad porque estamos diseñados para perdonar”.

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