Malentendidos de la modernidad
El pasado domingo, 24 de noviembre, Javier Cercas pronunció su discurso de ingreso en la Real Academia Española. ‘TintaLibre’ publica un extracto con sus palabras de agradecimiento y el inicio de su semblanza del escritor al que sustituye, Javier Marías
Este artículo forma parte de la revista ‘TintaLibre’ de diciembre. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con ‘TintaLibre’ pueden hacerlo a través de este enlace. Los ya suscriptoras deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.es o 914 400 135.
Excelentísimo señor director, señoras y señores académicos:
No les quepa la menor duda: también para mí significa un gran honor y una gran responsabilidad el hecho de ingresar hoy en la Real Academia Española. Me consta que muchos de mis predecesores han pronunciado antes que yo estas mismas palabras, o muy parecidas, hasta el punto de que ya casi podrían considerarse sin riesgo un cliché. Soy escritor, de modo que no ignoro que escribir de verdad consiste en escribir contra el cliché; pero tampoco ignoro que una idea no se convierte en cliché porque sea falsa, sino porque es verdadera o, al menos, porque contiene una parte sustancial de verdad. Hoy, en mi caso, esa parte es más que sustancial. Mi madre me ha contado muchas veces que, apenas unas horas después de que yo naciese, mi tío Juan Cercas irrumpió con estrépito en nuestra casa. “Bueno”, preguntó, “¿qué va a ser este niño de mayor? Ministro, ¿verdad?”. “De ninguna manera”, lo atajó mi padre, tratando de disimular la euforia. “Va a ser catedrático de la Universidad de Salamanca”. Así que, para mi padre, por entonces un joven veterinario rural, hijo de un labrador obsesionado con la idea de que sus hijos estudiasen una carrera y miembro de la primera generación de universitarios de su familia, lo máximo que se podía aspirar a ser en esta vida era catedrático de la Universidad de Salamanca; créanme: ni en sus sueños más desbocados se le pasó por la cabeza que su único hijo varón, nacido como él en un pueblo humildísimo de Extremadura, pudiera ingresar un día en la Real Academia Española. Nadie sabe cuánto lamento yo que él no esté hoy aquí, con nosotros (y que tampoco lo esté mi madre, aunque ella, al menos, sigue viva); en cuanto a ustedes, pueden dar gracias al cielo por su ausencia. Mi padre, en los peores momentos, era el mejor, porque no se arredraba con facilidad, pero en los mejores era el peor: si hoy estuviera aquí, pueden dar por hecho que ya llevaría un rato llorando a lágrima viva, y es casi seguro que a estas alturas nuestro director no tendría más remedio que recurrir al servicio de seguridad de la Academia para que se lo llevasen, aunque fuese a rastras, y nos permitiera concluir en paz la ceremonia.
Todo esto en cuanto al honor de ingresar en la Academia. En cuanto a la responsabilidad, para sentirse abrumado por ella bastaría con recordar los nombres de tres o cuatro miembros de esta congregación a la que han pertenecido muchos de los españoles más eminentes de los tres últimos siglos, entre ellos quienes han tenido la generosidad desorbitada de presentar mi candidatura al sillón R mayúscula -don Mario Vargas Llosa, don Pedro Álvarez de Miranda y doña Clara Sánchez-, así como la persona que lo ocupó hasta su fallecimiento y de cuya herencia excepcional trataré de hacerme cargo a partir de hoy: don Javier Marías.
Apenas lo conocí personalmente. De hecho, no conversé con él más que en una ocasión, muy cerca de esta casa, en el parque de El Retiro. Marías se había construido una reputación de hombre difícil, pero la verdad es que aquel día todo fue muy fácil entre nosotros (como lo fue durante la breve correspondencia que mantuvimos en sus últimos años de vida, en la que vislumbré a una persona afectuosa y cabal). Por entonces, hablo de la primavera de 2015, yo acababa de regresar de la universidad de Oxford, donde había pronunciado una serie de conferencias en St Anne’s College; inevitablemente, hablamos de Oxford. Digo inevitablemente porque entre 1983 y 1985, cuando contaba treinta y pocos años, Marías había ocupado una plaza de lector de español en Exeter College, en la cual le habían precedido algunos grandes escritores españoles, entre ellos varios miembros de esta Academia, de Dámaso Alonso a Félix de Azúa; esa experiencia académica fue, como es sabido, el germen de un vasto ciclo de novelas ambientadas o relacionadas con Oxford, que constituye parte esencial de la obra de Marías. Éste, durante aquella conversación fugaz en El Retiro, me confesó que no había vuelto a Oxford desde que abandonó su plaza de lector, treinta años atrás. “¿Ni una sola vez?”, le pregunté, perplejo. “Ni una sola”, me contestó.
Mi perplejidad carecía sentido. Es verdad que, como cualquier lector de Negra espalda del tiempo o de Tu rostro mañana, yo había dado por supuesto que, en los años posteriores a su lectorado, Marías había regresado a menudo a Oxford: a esa frecuentación atribuía yo, como tal vez todos sus lectores, la aparente familiaridad que mostraban sus novelas con los usos, costumbres e idiosincrasia de la ciudad y sus habitantes; y, aunque yo no había reconocido el Oxford de Marías en el Oxford donde acababa de vivir durante dos meses -ni en el que había conocido en mis visitas previas a la ciudad-, la discrepancia entre uno y otro no me había llamado la atención ni había hecho mella en mi credulidad de lector de Marías (esa bendita credulidad sin la cual, por lo demás, resulta imposible disfrutar como es debido de una novela). No importa: insisto en que mi perplejidad era absurda. El Oxford de Marías guarda una relación anecdótica con el Oxford real. En Todas las almas, la primera novela del ciclo de Oxford, el narrador -un narrador que se parece muchísimo a Marías- se refiere a Oxford como “la ciudad estática y conservada en almíbar”; en Tomás Nevison, la última novela del ciclo de Oxford y la última que escribió Marías, el narrador -un narrador que se parece muchísimo al de Todas las almas- afirma que Oxford “conserva en almíbar a cuantos acoge y alberga”. Ese almíbar que envuelve de principio a fin el Oxford de Marías es la memoria de Marías, su recuerdo del Oxford real. Marías no quiso regresar nunca a Oxford, verosímilmente, para que el Oxford de la realidad no entorpeciera el Oxford de la ficción, para poder seguir construyendo en sus novelas su propio Oxford. En otras palabras: el Oxford de Marías es al Oxford auténtico lo que el Londres de Dickens al Londres auténtico o el Madrid de Galdós al Madrid verdadero o, mejor aún, lo que el Dublín de los mapas fue al Dublín de Joyce, que en 1904 se marchó de su ciudad natal y, tras volver a ella por última vez en 1912, nunca regresó, para poder imaginarla minuciosamente en sus libros. Los grandes escritores no reflejan la realidad, ni siquiera la recrean: los grandes escritores la inventan.
Babelia
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