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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La rumba me está llamando

El invento hispano-africano que ha sobrevivido a múltiples falsificaciones y que funciona como toma a tierra de la música cubana

La Sonora Matancera, en 1970.
La Sonora Matancera, en 1970.Michael Ochs Archives
Diego A. Manrique

Suelen preguntarnos sobre nuestra atracción por aniversarios redondos. Es sencillo: permiten que los periodistas musicales nos saltemos la ley de hierro de la actualidad. Cierto que se necesita anticipar las conmemoraciones. Y como estamos en mil batallas, ocurren patinazos: se me pasó, un ejemplo, el centenario del establecimiento de La Sonora Matancera. Que, sin hablar de sus instrumentistas, fue plataforma de lanzamiento para gloriosas voces caribeñas: Miguelito Valdés, Celia Cruz, Daniel Santos, Laito Sureda, Bienvenido Granda…

Pero siempre es buen momento para celebrar su ciudad de origen, Matanzas, a 100 kilómetros de La Habana. Resulta que Matanzas merecería estar en el santoral musical. Sus muelles fueron probablemente la matriz de un grandísimo invento: la rumba. La rumba afrocubana, con muchas hijas vistosas —la rumba flamenca, la rumba catalana, la rumba congoleña— que en verdad comparten más parentesco con la guaracha y el son. Tampoco es responsable de las llamadas “películas de rumberas”, parte esencial de la denominada Edad de Oro del cine mexicano. O de la rhumba de club nocturno estadounidense, impulsada por listos como Xavier Cugat.

No, la rumba auténtica es una expresión de gente pobre cubana, surgida en el siglo XIX, que engloba canto y baile sobre un fondo de percusión frenética, vivificada por su interacción con los espectadores. Los especialistas hablan del complejo de la rumba, con sus diferentes variedades, desde la violenta columbia, que se puede bailar agitando cuchillos, con la repetición de frases africanas, hasta el sensual guaguancó, cuya coreografía sugiere elegantemente una cópula (el vacunado) y que puede reflejar raíces españolas, desde la utilización de la décima a la influencia de las voces flamencas. De hecho, se solían rumbear coplas andaluzas.

Sus orígenes y evolución son rompecabezas para musicólogos, inmersos en desentrañar las prácticas de obreros portuarios y en los rituales de las temidas fraternidades abakúa. Mundos totalmente masculinos, aunque desde hace décadas se advierte una creciente participación femenina, como testimonia el estudio Rumberas matanceras, de Roxana M. Coz. Pero la rumba ya es de Cuba toda: la que fue la rumbera más popular, Celeste Mendoza, nació en el otro extremo de la isla.

La rumba en sí puede ser una ocurrencia espontánea o una cita vecinal, con comida, bebida y jerarquía establecida. Paralelamente, como género, se ha profesionalizado y ahí destacan agrupaciones matanceras, como Afrocuba de Matanzas y los legendarios Muñequitos de Matanzas, muy viajados (el pasado año estuvieron en el Café Berlín madrileño) y lanzados exteriormente por Qubadisc, el sello del tejano Ned Sublette.

Con frecuencia, las letras mencionan “el tiempo España”, los años coloniales. Tiene gracia que la rumba de Matanzas prendiera en las calles de Daoiz o Velarde. Y no tiene ninguna gracia que el rumbero más mitificado, José Rosario Oviedo, alias Malanga, naciera cuando Madrid todavía mantenía la institución de la esclavitud. No se conservan imágenes o grabaciones suyas. Malanga tuvo una existencia aventurera; susurran que, como Robert Johnson, murió de mala manera: unos rivales introdujeron vidrio molido en su comida. Su memoria se prolonga gracias a un guaguancó, Llora timbero, popularizado por las grabaciones neoyorquinas de Tito Rodríguez, Tito Puente o Virgilio Martí. Ah, las mañas de la rumba: sabe acomodarse a las formaciones grandes, con resplandor de metales sobre su vibrante tapiz rítmico.

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Sobre la firma

Diego A. Manrique
Periodista musical en radio, televisión y prensa escrita, ocupaciones evocadas en el libro 'El mejor oficio del mundo'. Lo que no impide su dedicación ocasional a la novela negra, el cine, los comics, las series o la Historia. 
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