Así es Augusta, el club que dijo ‘no’ a Emilio Botín y a Bill Gates
La sede del Masters está llena de particularidades que la convierten en un lugar único
No se pide entrar en el Augusta National Golf Club. Lo aprendió Emilio Botín cuando llamó a la puerta del club de golf más exclusivo y misterioso del mundo. Al banquero español le dieron la misma respuesta que a Bill Gates: no. El Augusta National invita a quien quiere y cuando quiere. Da igual que seas el presidente del Banco Santander y suegro de un mito como Seve Ballesteros o el hombre más rico del mundo. Solo te reconocerán como uno de ellos si así lo desean. Y entonces sí, te darán la famosa chaqueta verde que distingue cada año al ganador del Masters y te harán sentir un privilegiado por formar parte de un club de poco más de 300 grandes personalidades.
A Gates le invitaron años después de pedirlo. Con Botín, han reparado el desencuentro haciendo socia a su hija Ana Botín, actual presidenta del banco y único miembro español del club. También es la cuarta mujer en la historia que entra en una organización señalada por la sombra del racismo y el machismo, una mancha que se ha diluido en los últimos años conforme ha disminuido la edad media de los socios y ha ganado peso un perfil menos conservador. En sus filas están Warren Buffett, Rex Tillerson, Tim Finchen, los grandes economistas del país… y quién sabe quién más. Porque los socios no se anuncian. Simplemente, aparecen por el campo con una chaqueta verde. El Augusta National siempre ha querido ser especial, y en muchos aspectos todavía lo es.
El tiempo se ha detenido en Augusta, Georgia, hogar cada primavera del primer grande de la temporada. Cuando Tiger Woods, Sergio García y demás jugadores salgan este jueves del tee del uno lo harán siguiendo las normas y costumbres de Bobby Jones y Clifford Roberts cuando fundaron el club en 1931. En los años de la depresión, los socios, la mayoría de Nueva York, buscaban un lugar donde jugar al golf cuando sus clubes cerraban en invierno. Lo encontraron pagando 60 dólares al año, aunque Augusta estuvo a punto de cerrar por falta de dinero. El ganador del primer Masters, en 1934, no cobró nada. Hoy el torneo es un gigante que el año pasado hizo ganar a Sergio García dos millones de dólares. Lo nuevo y lo viejo conviven en Augusta. Quizás sería justo decir que bajo esa apariencia de inmovilidad, de que nada cambia nunca, algo, aunque muy poco, evoluciona. Como dice Sergio Gómez, el mánager que ha acompañado a Chema Olazabal en el Masters desde 1985 (este será el primer año que no lo haga, por enfermedad), “en Augusta tienes la sensación de vivir en Lo que el viento se llevó”.
El club es un dinosaurio. Hasta 1991 no admitieron a un socio negro, Ron Townsend, presidente del grupo Gannettt Television, quien hoy modera en ocasiones las entrevistas a los jugadores. Y hasta hace un pestañeo, 2012, no entraron mujeres. Condoleezza Rice, entonces secretaria de Estados de EEUU, Darla Moore y Virginia Rometty abrieron una vieja y oxidada puerta por la que ahora entra Ana Botín. Aquella fue una larga batalla emprendida 10 años antes por Martha Burk, presidenta del Consejo Nacional de Mujeres en Estados Unidos, que pidió en una carta a Hootie Johnson, al frente del Augusta National, la incorporación de socias. Los miembros más recalcitrantes se removieron en sus lujosos asientos. Burk recibió amenazas de muerte y llevó un chaleco antibalas. Pero su lucha sirvió para derribar un muro de prejuicios.
Nuria Pastor cubrió como periodista, la mayoría para La Vanguardia, 34 Masters seguidos entre 1980 (el primero de Seve) y 2013. Y recuerda aquel cartel de Gentlemen only, Solo caballeros, en el Trophy Room. “Fue una guerra de las periodistas estadounidenses la que consiguió cambiar eso”, afirma. Con los años les dejaron entrar, aunque algún hombre se quejara al camarero de la presencia de mujeres en su selecto comedor.
La barrera del sexismo ha sido tan dura de vencer como la del racismo. Seguramente la victoria de Tiger Woods en el Masters de 1997, la primera de un golfista negro en un grande, fue el símbolo definitivo del cambio. En el libro The making of the Masters, David Owen explica: “El Augusta National era parte de la cultura que durante décadas hizo el golf virtualmente inalcanzable para los jugadores negros… pero el club no era diferente a otros clubes privados y públicos en Estados Unidos”. Roberts y Jones, los fundadores, habían crecido en una época en la que todavía escuchaban a sus padres hablar de títulos de propiedad de personas. El fin de aquellas leyes racistas no es nada lejano en EEUU. Y Augusta, claro, no era una excepción. Hasta 1983, los golfistas no podían llevar al Masters sus propios caddies. Los ponía el club, que entendía además que los suyos eran los mejores conocedores de los secretos del campo. Todos eran negros, como el resto del servicio. Pero el racismo no era solo cuestión de clases. Sergio Gómez habla de un tiempo “no tan lejano” en el que cuando se presentaba a un hombre negro (aunque fuera un empresario o invitado del club) y a una mujer blanca, este no podía tocarla. A un metro de distancia y con la mano detrás de la espalda.
Augusta parece que exista desde siempre, pero es el más joven de los cuatro grandes, el único con sede fija. El campo es un museo. “Lo único que cambia durante el año es la bandera de los hoyos. Quitan la del club y ponen la de The Masters”, explica Daniel Carretero, el primer español que trabajó como greenkeeper (“agrónomo de campos de golf”) en Augusta, entre 2010 y 2012. Después del primer Masters de Seve, 1980, los rectores del club cambiaron la hierba bermuda por la de bent, más delicada, y encargaron su cuidado a los agrónomos de la Universidad de Pensilvania, los mejores del país. Ahí se inició un vínculo que en el futuro llevó a otro de sus estudiantes, Carretero, a conocer los secretos del campo (con una cláusula de confidencialidad mientras trabajara allí). “A 90 días del Masters se empieza a cortar la hierba dos veces cada mañana. Durante la semana del torneo, cuatro cortes por la mañana y dos por la tarde, de lunes a domingo. La frecuencia de corte es una clave. La otra es la fertilización. Cuanto menos alimento se da a la planta, menos crece. Todos los meses se mide su nivel de nitrógeno para llegar a abril al mínimo y que no crezca. Ese el secreto de la velocidad de los greens de Augusta”, cuenta Carretero, que ahora trabaja en el Real Club de Golf de Las Palmas y cuida el césped del estadio de la Unión Deportiva. El español era una de las 45 personas dedicadas “a lo verde”: los greens, las calles… Otras 45 solo tienen ojos para la jardinería: los pinos, las famosas azaleas… Cuatro sensores controlan en cada green la temperatura y la humedad para decidir si se riegan o no, y un sistema de tuberías permite calentaros o enfriarlos con agua. A finales de mayo, el club celebra la Semana del agradecimiento, en la que sus empleados pueden usar las instalaciones. Luego cierra hasta el 15 de octubre, y en septiembre se realiza una resiembra de todo el campo.
El Masters no es para todos. El único grande organizado por un club privado invita a los jugadores mediante una carta por correo ordinario. Si el sobre no aparece en el buzón, no vas. Seas Tiger Woods o el número uno del mundo. Tampoco toda la prensa lo tiene fácil. El club es reticente a acreditar a medios solo con edición digital. En el campo, no se ve un solo elemento de patrocinio: los ingresos vienen de la televisión, con un peculiar contrato con CBS que regula desde el tiempo de publicidad a las expresiones empleadas, y de la venta de productos. La comida, como los tradicionales sandwichs de pimiento envueltos en plástico verde (de ese color para no estorbar la imagen televisiva), es barata, porque así lo querían en su época los fundadores. Y hasta se sirven comidas igual que en los primeros años. Los productos en la tienda del club ya son otra cosa: hay 120 modelos de polo diferentes y el más barato cuesta unos 70 dólares -hay que hacer negocio mientras se cuida la tradición-. Y por 10 dólares más te llevan la compra a casa. Aunque vivas en Murcia.
El club se lleva como un hotel de cinco estrellas. Si un socio quiere una botella de agua a las cuatro de la mañana, ahí va. En el campo hay unas 10 o 15 casas de madera, blancas y verdes, que acogen a los socios cuando van a jugar durante el año. Como en un resort. A cambio, cada miembro tiene una misión durante la semana, desde dirigir la cancha de prácticas, supervisar la hostelería o simplemente hacer relaciones públicas. Sergio Gómez recuerda cuando, sentado en el porche del club, pasó Condoleezza Rice y le dijo: “¡Hola Sergio! ¿Cómo estás este año?”. “¡Se sabía mi nombre!”, se sorprende. Un pequeño salón en el piso inferior de la casa club, solo accesible para los socios, tiene una tienda con productos exclusivos. Y hay objetos históricos en todo el club, como un escritorio del presidente Eisenhower, o las gafas de Clifford Roberts, que se suicidó en el campo en 1977… Los comentaristas no pueden llamar hablar de espectadores, sino de patronos. Los asistentes tienen prohibido entrar teléfonos móviles, cámaras y sillas con reposabrazos, y tampoco deben llevar la gorra la revés (un guardia de seguridad reprendió por ello a dos seguidores este martes). Los pases se heredan entre generaciones. Hay fans entregados, como la pareja que llamó a su hija Tori Augusta National…
Particularidades y más particularidades de este santuario. Augusta se acepta como es o no se acepta. Es su club y su torneo. No lo puedes cambiar.
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