La guardería mecánica, el alias pluscuamperfecto para este Barcelona
No existe ahora mismo, en todo el viejo continente, un fútbol más noble y puro que el practicado por este equipo a medio camino entre los cursos de catequesis y la gloria europea
Digo yo que todos hemos jugado alguna vez este mismo partido: mojados como pollos, felices como gatos, corriendo de un lado para otro en algún campo de tierra donde las porterías se construían con piedras y la pelota pesaba un quintal. Cualquiera que haya jugado a ser futbolista se reconoce en este Barça delirante, en este equipo de niños descarados, de caras tiernas, de esfuerzo innegociable y risas agudas que apenas se estremecen ante el grito de una madre que llama para cenar desde el balcón: ese es el minuto exacto en que Raphinha, el chico grande al que ya le empieza a asomar el bigote, decidió poner el mundo patas arriba y marcar un gol que el Barça llevaba muchos años buscando.
Creo que fue Albert Valor, que es uno de los personajes más ingeniosos que ahora mismo frecuentan las redes sociales desde una óptica azulgrana, quien tuvo la feliz idea de bautizar al equipo de Flick como La Guardería Mecánica, un alias pluscuamperfecto para un equipo que combina la esencia más pura del cruyffismo con una cierta bisoñez adolescente, adorable, incluso admirable. No existe ahora mismo, en todo el viejo continente, un fútbol más noble y puro que el practicado por este Barça a medio camino entre los cursos de catequesis y la gloria europea, un conjunto formado en las peores circunstancias y que solo puede mirar hacia arriba porque debajo ya no queda nada, lo han pisoteado casi todo, pequeños bisontes de cabecita privilegiada.
La última vez que el Barça compareció en el Estadio da Luz lo hizo con Luuk de Jong y Memphis Depay formando en la delantera. Aquel equipo, entrenado por Ronald Koeman, tenía algunos buenos mimbres, pero carecía de todo lo demás, abandonados algunos de los más veteranos a la complacencia, o a la nostalgia, inquietos los figurones porque sus contratos no se ajustaban, ni de lejos, a su rendimiento sobre el campo y agobiado el aficionado porque, tras la sombra de Messi, apuntaba un abismo de proporción abisal, incapaces de tocar fondo porque cada semana se descendía a un infierno diferente. Por eso era tan necesario lo del martes: porque a los fantasmas de aguaceros pasados conviene derrotarlos en su propio territorio para espantarse lo húmedo, lo doloroso y lo ritual. Sirva el gol de Eric García como botón de muestra, expulsado en aquella noche sonrojante de 2021 y coronado ahora como héroe inesperado de la remontada, quién sabe si como un último servicio al club.
Dicen los más viejos del lugar que la euforia no es buena consejera, qué van a decir. En mi pueblo teníamos al señor Román, un marinero con salitre en las arrugas que solía pasarse a vernos jugar y mandaba a su nieto para casa cuando el pobre muchacho cantaba un gol con más entusiasmo del católicamente debido. Jugábamos junto a la iglesia y ciertos mandamientos se cumplían por lo civil o lo criminal, que en más de una ocasión tocaba salir corriendo porque la pelota golpeaba las paredes de la sacristía con violencia y a las beatas se les ponían cara de hooligan o, todavía peor, de madre. A los Pedri, Gavi, Balde, Casadó y compañía les ocurre algo parecido cuando saltan a un terreno de juego, sospechosos habituales porque, con esos físicos y esos nombres, dicen los agrios manuales militares, no se puede armar un ejército en condiciones. Hasta que agarran la pelota y vuelven loco al alcalde, al farmacéutico y al cura, que ya no sabe a qué santo rezar para que se cierre de una vez la dichosa guardería.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.