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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Kennedy: del pasado al futuro

EDWARD (TED) Kennedy no tiene en estos momentos, en que inaugura la carrera electoral para dentro de un año (el 7 de noviembre de 1980) nada más que 47 años: una excelente edad, incluso juvenil, para optar a la Casa Blanca. Sin embargo, su nombre tiene una resonancia antigua, gastada. Kennedy, el mito Kennedy, tiene algo más que añadir a la moda «retro», a las películas y el teatro del pretérito; es decir, a una protesta de nuestro tiempo.Lo es. Si nuestro tiempo es Carter, el retroceso hacia el mito Kennedy representa una negación, un volver a empezar desde un punto en el que todo se perdió. Una forma de refugio. Pero tiene que inquietar seriamente que el Partido Demócrata, Estados Unidos, no pueden ofrecer un impulso hacia el futuro, en vez de una defensa por la vía del pasado que nunca sucedió.

El apellido Kennedy tiene todavía un perfume, una aureola. Un perfume a rosas viejas, un aureola que pierde su resplandor. Levanta la evocación del tiempo en el que el otro Kennedy, el gran Kennedy, restauraba, a su vez, el liberalismo perdido -el de Roosevelt- después de la contracción de riesgo y sangre que ocuparon los nombres de Truman y Eisenhower; la de un momento en que, con Juan XXIII en el Vaticano predicando un catolicismo con rostro humano, en libertad de almas y en modificación de costumbres; con Krutschev borrando las huellas de Stalin en el hielo del comunismo soviético, se inauguraba una época en la que la coexistencia parecía algo más que las posibilidades de cortar una urgencia dramática por medio de un teléfono rojo. Había una esperanza, un conjunto de esperanzas; el mundo podría ser de otra manera.

Quizá todo ello pese en la candidatura de Ted Kennedy. Una sensación de regreso al mito del hermano muerto. Este Kennedy presenta todavía un rostro liberal, incluso una imagen «izquierdista», dentro de la relatividad de observación del conglomerado conservador que ofrecen hoy los poderes conjuntos de Estados Unidos. Es favorable a la aprobación por el Senado de los términos de desarme expuestos en la SALT II y el comienzo sin dilaciones de la fase siguiente; es partidario de una mejora general en la Seguridad Social y de una elevación de los impuestos progresivos. Se dirige incesantemente a las zonas menos favorecidas de la sociedad americana, se opone a los residuos de dictaduras en los países de las zonas de influencia. Todo ello, también, le hace aparecer como un superviviente del pasado. Un pasado que, por otra parte, y dentro de la superstición y el ritual con que suelen proceder los americanos al elegir a su presidente, es pesado: la vaga maldición sobre la familia, con dos asesinados -John y Robert-, con él mismo víctima, primero, de un accidente de avioneta, después de la pesadilla de Chappaquiddick, cuyo eco no sólo no se ha agotado en los diez años -justos-transcurridos, sino que va a recuperarse por sus enemigos políticos en este tiempo de la campaña doble -simultáneamente para la nominación en la convención demócrata y para las elecciones presidenciales, si traspasa aquélla.

La pálida figura del pasado cobra relieve y color al tener como fondo un enemigo tan actual como el que es ahora mismo el presidente de Estados Unidos, Carter, y al mismo tiempo que parece ya mucho más del pasado, mucho más de escayola descascan llada, que este Ted Kennedy.

Todo parece indicar ahora que los republicanos van a buscar un candidato conservador y duro. Y que la campaña, si Ted Kennedy sale adelante, y aun con el propio Carter, va a significar una bipolarización de Estados Unidos. Con el riesgo de que, al principio, dé la sensación de una ruptura grave dentro del propio partido demócrata.

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