El Estatuto de los Trabajadores y el consenso
EL TIRA y afloja de las negociaciones entre UCD y PSOE, por un lado, y el PCE, por otro, en los pasillos del Congreso, mientras se debate, en sesión plenaria, el Estatuto de los Trabajadores, no resulta fácilmente comprensible si se hace abstracción del complicado contexto político en que se desarrolla. Las discrepancias de los comunistas a propósito del texto parcialmente consensuado entre centristas y socialistas tienen, en no pocos casos, razonado fundamento. Pero no es esta la primera vez, ni tampoco será la última, en que el grupo parlamentario presidido por el señor Carrillo ve frustrada su iniciativa legislativa y ha de optar entre una defensa testimonial de su programa máximo y un acercamiento realista a lo que resulte posible en unas Cortes dominadas por UCD y por el PSOE, en las que los comunistas ocupan un 7% de los escaños en el Congreso y ningún asiento en el Senado. Lo notable, y lo nuevo, en este caso, ha sido la dramática presentación del PCE de sus diferencias y la mitificación de la legislación laboral del franquismo mediante una interpretación exclusivamente literal de sus disposiciones. Por último, abierto contraste entre la postura de la Comisión de Trabajo de los diputados comunistas y los elogiables esfuerzos desplegados por los líderes parlamentarios del PCE durante el Pleno, para suavizar discrepancias y acortar distancias con el Gobierno y con el PSOE, tampoco resultaría comprensible fuera del marco general del actual momento político.La etapa prolongada, y la historia dirá si también inevitable, del consenso constitucional entre UCD, PCE y PSOE, al que también fue parcialmente incorporada AP, ha malacostumbrado tal vez a los ciudadanos y, desde luego, a la nueva clase política. El aferramiento a la deformación consensual de la vida parlamentaria es comprensible en el PCE, cuyas posibilidades de acceder al Gobierno son remotas, pero denota en UCD un claro temor a asumir las responsabilidades del poder, y en el PSOE, una cierta desconfianza sobre las posibilidades de su proyecto autónomo y una irrefrenable atracción por las andaderas del coalicionismo.
La consecuencia es que la desescalada consensual se está realizando de forma gradual, parcial y discriminadora. El Gobierno sigue contando con el PSOE, para la negociación de importantes leyes orgánicas y para la adopción de otras decisiones de alta política. Coalición Democrática, la Minoría Catalana y el PNV juntan en ocasiones sus votos con UCD en las comisiones y en los plenos. Hasta los andalucistas tocaron cuero en el partido, al apoyar la investidura del señor Suárez. En esta etapa de consensos parciales y menores, que sucede al período del «gran consenso », el PCE ha sido el único verdaderamente descolgado. En la actual legislatura, sólo el Estatuto catalán y vasco y los suplicatorios de los señores Monzón y Letamendía han dado ocasión a los parlamentarios comunistas para unir sus votos, sin reticencias ni protestas, a la mayoría. Las tentativas de aislar al PCE, activamente impulsadas por UCD y pasivamente toleradas por el PSOE, son, con independencia de que unos las consideren una catástrofe y otros una bendición, un dato objetivo y verificable.
¿Qué decir de esa estrategia evidente del Gobierno y de los esfuerzos de Carrillo, también palmarios, por contrarrestarla? La renuncia al consenso no sería aconsejable en las leyes orgánicas de desarrollo constitucional; y no hay razón para excluir de esos acuerdos a los comunistas, activos y entusiastas participantes de la elaboración y aprobación de la Constitución. Sin embargo, la continuada expansión de la marea negra del abstencionismo, fruto del tedio político y del desencanto democrático, tiene mucho que ver con las dificultades de los ciudadanos para distinguir entre múltiples opciones agolpadas en un mismo espacio político. Las pasadas elecciones en Portugal, todavía más castigado que España por la crisis económica y por el desánimo, pero dirigido por una clase política mucho más competente y respetuosa en sus principios, han registrado, en cambio, una elevadísima participación en las urnas, explicable en buena parte por la claridad y autenticidad de la confrontación entre los partidos. La transformación de nuestro panorama de forma tal que la mayoría y la minoría de hoy, que pueden ser mañana la minoría y la mayoría, dinamizaran la vida pública, sin congelarla en la indistinta grisura de una especie de Movimiento Nacional democrático, pero sin romperla, según los lineamientos de una guerra civil incoada, sería probablemente la única manera de sacar de la atonía, la incredulidad y la indiferencia a nuestros ciudadanos.
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