La empresa en España / 1
Vamos a asistir en España, inmediatamente, a un gran debate sobre la empresa pública. De hecho, ya comenzó la polémica, vieja por otra parte, sobre sus virtudes y defectos, y como quiera que en el fondo de la misma subyace un principio de definición política referido a las relaciones industriales en las sociedades modernas, no es difícil anticipar que vamos a presenciar un espectáculo mitad de planteamientos económicos, mitad de oferta de posiciones políticas.Vaya por delante que la empresa pública, adaptada a las peculiaridades políticas, económicas y sociales actuales, parece ser una respuesta válida y necesaria en aquellas sociedades, como la española, en que se ha alcanzado un cierto nivel de desarrollo y bienestar, y tienen que hacer frente a demandas sectoriales y territoriales para los que no tienen respuesta las empresas privadas.
La presencia del sector público en la actividad económica es un principio político quizá menos discutido que el grado y la forma en que se produce. Porque sin remontarnos a las razones primarias del intervencionismo estatal, bastaría analizar el período posterior a la primera guerra mundial, cuando el Estado-empresario entra en auge, para llegar a la evidencia de que, a medida que se incorporan a la economía moderna más países, nos aproximamos a la conclusión de ser más irrenunciables las responsabilidades del Estado moderno. Y aunque queramos obviar las nebulosas de las contraposiciones doctrinales: planificación-mercado libre; estatismo-iniciativa privada, etcétera, nos encontraremos siempre con un telón de fondo que no permite evadirse de la verdadera trama que se discute.
Las razones clásicas de la intervención del Estado, subsisten, en mayor o menor grado, en la actualidad. Sin embargo, la pregunta que debiera formularse es si razones distintas a las de soberanía, que en su día motivaron la participación del Estado como empresario, o por el empuje de aires liberalizadores y no intervencionistas de la sociedad actual española, procediera el desmontaje de los centros empresariales del Estado -Instituto Nacional de Industria y Dirección General del Patrimonio- para dejar a la iniciativa privada las actividades que desempeñan.
A nuestro entender, el Estado español ni debe ni puede abandonar, indiscriminadamente, las funciones empresariales que desarrolla en la actualidad. Ni el imperativo legal, ni la realidad española económica, ni la capacidad financiera del sector privado, ni el desequilibrio regional... permiten planteamientos de cese o reducción, inmediatos o sustantivos, de aquellos.
No hay que olvidar que nuestra Constitución, de «consenso», al tiempo que reconoce y avala el papel de la iniciativa privada, reserva al Estado la posibilidad de planificar la actividad económica general para atender a las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial, y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza, y su más justa distribución.
Ante el posibilismo constitucional, la crisis internacional, la especial situación económica nacional, la inquietud e incertidumbre de nuestra actividad empresarial, etcétera, no parece que existan argumentos estrictamente económicos para discutirle al Estado su obligación de asumir responsabilidades empresariales que sólo desde su perspectiva pueden ser atendidos.
Ahora bien, ¿quién puede determinar cuáles sean esas responsabilidades en el orden que afecta a la presencia de empresas públicas en el equilibrio económico español?. A nuestro entender, las Cortes, porque la interpretación del artículo 128 de la Constitución, otorga a la ley la posibilidad de reservar para el sector público recursos o «servicios especiales».
Por ello, en un sistema político como el actual español, debe corresponder al Parlamento estudiar y dictar la normativa que justifique la intervención estatal, los requisitos de creación y actuación de las empresas públicas, así como sus comportamientos.
¿Sobre qué supuestos generales tendría que basarse un nuevo ordenamiento de la empresa pública (forzosamente genérico)?
Un primer pronunciamiento de equiparación en el tratamiento desde la Administración del Estado, es nota relevante a destacar como premisa. Cualquier discriminación, a favor o en contra, de determinados sectores de la economía sería contraproducente para el equilibrio del mercado en que se asiente el sector público. Es frecuente la imputación a la empresa pública, en si misma, de hipertrofias o desviaciones, tanto en el orden laboral, financiero o comercial de la misma, sin reparar que las mismas vienen, las mas de las veces, a impulsos de la propia Administración pública que, no en pocas situaciones, cohibe la actuación estrictamente empresarial. Pero la racionalización de plantíllas, por razones de concreta productividad, y no de política general de empleo; el acceso, en igualdad de condiciones, al crédito oficial, y el mantenimiento de una política comercial agresiva e independiente, son supuestos que, de entrada, deben ser admitidos para la empresa pública.
Hay dos ideas fundamentales para la ordenación de las empresas públicas y su régimen de funcionamiento: una, la de que deben ser competitivas; otra, que su existencia se justifique en función de los fines que el Estado deba cumplir.
Con la primera de las anteriores ideas enlaza el tan debatido tema de la rentabilidad: es decir, la producción de bienes y servicios en términos similares de coste y calidad de las otras empresas del sector, bien nacionales o del mercado internacional, teniendo en cuenta, sin embargo, que puedan ser punta de lanza para experimentar acciones que interesen desde una perspectiva de intereses generales.
Esa idea de rentabilidad puede enlazar, también, con la segunda de las ideas señaladas, porque sucede, de hecho, que las actividades que, en el mundo empresarial, puede desarrollar el Estado, han de coordinarse con los fines del mismo y, por tanto, en determinadas circunstancias, el juego de adecuación de los estrictos fines empresariales con los intereses generales debe exigir un pronunciamiento democrático a través del Parlamento. Puede explicarse desde esa perspectiva la decisión sobre precios, subvenciones, exenciones, etcétera, siempre difícil y controvertida.
Siendo, pues, la pública una actividad que exige la mayor garantía de controles, y señalado ya el parlamentario habría que indicar, también, la conveniencia del control de cuentas a través del Tribunal de Cuentas, y el de la propia Administración Central, a través de una supervisión de presupuestos, para que encajen dentro de la política monetaria general, y de los programas de inversiones, aunque todo ello sin desmerecer la responsabilidad gestora de la empresa.
El problema de la dirección técnica o política, siempre díscutible, ha de situarse en dos coordenadas: la empresa pública tiene, como hemos señalado, una dimensión estrictamente política, de responsabilización de intereses generales y, por tanto, una presencia «política» ponderada es siempre conveniente y, a su vez, tiene que actuar con el mejor conocimiento de las técnicas empresariales más acreditadas. Ninguna de las dos facetas puede desconocerse, y existen múltiples maneras de conseguir ensamblarlas, porque no puede, en ningún caso, apoyarse a una línea en demérito de la otra, sino equilibrarse mutuamente.
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