Los males del gasto público
UNO DE los aspectos más crípticos del debate parlamentario de la pasada semana fue la discusión sobre las dimensiones y el papel del gasto público en la crisis económica por la que atraviesa el país.Es, sin embargo, constatable la irritación ciudadana que produce un Gobierno que predica, verbalmente el ahorro, la contención de gastos y los sacrificios a sus ciudadanos, mientras en la práctica gasta desaforadamente en su propio crecimiento, despilfarra en todo aquello que se relaciona con sus propias conveniencias y utiliza a pleno rendimiento la máquina de hacer billetes (que tan poco gusta al propio Gobierno para financiar la deuda exterior), a fin de sufragar las cuantiosas pérdidas de un sector público carcomido por la incompetencia. Lo peor es que la evidencia de tanto abuso y de tanta incapacidad se produce precisamente cuando los españoles son exprimidos, en tanto que contribuyentes, para pagar el impuesto sobre la renta.
La crisis real de las estrategias de inspiración monetarista y keynesiana como solución a los problemas económicos ha puesto, por su parte, de moda en España los patrones supuestamente neoliberales para la política económica. Patrones que empiezan a hacer cierta indiscriminada y peligrosa fortuna entre los propios responsables de la política económica. Doctores tiene la llamada ciencia lúgubre para determinar lo que hay de cierto y de incierto en las propuestas inspiradas en la Escuela de Chicago, si bien no siempre resultan fáciles de entender alianzas como la establecida entre el general Pinochet y el profesor Friedmann. Probablemente se aceleran quienes afirman que el neoliberalismo es pecado, pero no los que acusan de fariseísmo a quienes lo predican y no lo practican. Porque no hace falta haber estudiado en Salamanca, o en el MIT, para exigir coherencia entre lo que se dice y lo que se hace: entre la defensa del ministro Leal de un déficit moderado y la perspectiva de un déficit de 500.000 millones de pesetas al final de 1980, entre la fogosidad antiintervencionísta de los discursos de Abril Mandrell y las costumbres caseras del vicepresidente del Gobierno de resolver con gestiones personales litigios y problemas de sectores en crisis.
De todas maneras, para algo debía servir, y no sirve, el neoliberalismo. Aunque sólo fuera para reconocer -y no se reconoce- que el comportamiento del sector público ha sido en los últimos tiempos sencillamente despilfarrador. Las remuneraciones del personal de la Administración del Estado aumentaron en 1978 en un 27% y en 1979 en un 23%, porcentajes superiores a los establecidos por el pacto social entre empresarios y sindicatos. El procedimiento utilizado para burlar la cuasi congelación de los sueldos de los funcionarios ha sido la muy astuta fórmula de recalificar los puestos de trabajo, por supuesto sin que mediaran oposiciones o mejoras de la productividad. Entre el primer trimestre de 1976 y el primer trimestre de 1979, el número de asalariados del sector privado ha disminuido en más de 500.000, en tanto que el sector público ha creado 175.000 nuevos, funcionarios, sin que por eso haya mejorado -todo lo contrario- su capacidad productiva o haya volcado su actividad en inversiones generadoras de riqueza y empleo. A este paso, y con un poco más de esfuerzo de nuestros extraños neoliberales, la sociedad española regresará triunfalmente al esquema preindustrial del siglo XIX.
El carácter, restrictivo de la política monetaria durante el último período, que ha permitido un relativo control de la inflación, no ha impedido, sin embargo, la financiación de un elevado déficit del sector público, utilizado para subvenciones y transferencias a sectores y empresas en crisis, para la mejora de las retribuciones de un sector del funcionariado llegado a la Administración por la puerta de atrás y para incrementar las prestaciones (?) a pensionistas y parados. La política monetaria no ha frenado el gasto público en todo aquello que recuerda a la Corte de los Milagros, desde el despilfarro en Televisión hasta los suntuarios despliegues de los altos cargos de la Administración, pasando por la insensibilidad de amplios sectores del Estado a los principios de una sana, recta y controlada utilización del dinero de los contribuyentes, en última instancia los paganos de ese gasto provocador e inútil. Porque, contemplado desde el lado de la inversión, lo lamentable del déficit presupuestario no es tanto su magnitud -inferior a la que ofrecen Alemania o Japón- como su naturaleza, que no sirve para engarzar una secuencia de inversiones públicas -en energía, infraestructura o viviendas- capaz de cebar la bomba para las inversiones privadas.
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