Las mujeres y la guerra
Cientos de cadáveres argentinos que sumar a los 100.000 que tiene en su haber el Gobierno en los últimos cinco años más algunas decenas de soldados británicos muertos, el gasto bélico insoportable para una nación en ruinas y el inmenso ridículo de esta obsoleta guerra por las islas Malvinas, en el final del siglo XX, es el balance de esta contienda que se ha desencadenado por una sola palabra.Tras la heroica acción de conquista de las islas, que costó, sólo de salida, 20.000 millones de pesos en un país cuya población vive en buena parte de la ayuda alimenticia de los organismos caritativos internacionales, y mientras la armada invencible británica surcaba los mares como los antiguos y famosos piratas que hicieron rica a Inglaterra, las partes en conflicto parecieron hallar el principio de un acuerdo. Las dos naciones contendientes aceptaban retirar los ejércitos mutuos, mantener las dos banderas ondeando sobre los corrales de ovejas de las islas, disponer una Administración conjunta tripartita: inglesa, argentina y norteamericana, y sentarse, por fin, a la mesa de negociaciones por cinco años -como si fueran cincuenta- para resolver la disputa. Pero una palabra, una sólo, se enredó, como una hidra venenosa, en el acuerdo: soberanía. Argentina rugió que su soberanía sobre las islas no se ponía en discusión; Inglaterra lanzó sus iracundos trenos asegurando que jamás consentiría que ese vocablo fuera propiedad del enemigo, y los hombres empezaron a matarse.
Se dice que el motivo oculto de la matanza es el petróleo que pueda existir en la profunda sima del mar austral, pero para quien se halle familiarizado con el tema no deja de ser una excusa, y poco original. Esta guerra (de una palabra sólo tiene contenido político: el que los hombres dirigientes de Argentina y del Reino Unido han querido darle. Es cuestión de engañar a los pobrecitos y bobos pueblos que les soportan.
Bien es cierto que de la insania de los hombres que gobiernan el mundo no puede esperarse mucho, ahora que están llegando a su última hora de poder. Y no se diga que la señora Thatcher es una mujer, porque yo lo pongo muy en duda. Quizá su morfología anatómica y fisiológica así lo haga parecer, pero que no se engañe nadie. Margaret ha sido educada para hacer de hombre y el resultado de tal enseñanza ha sido magnífico. Piensa como un hombre, ejerce el poder en el mundo de los hombres, rodeada de hombres, amparada por los hombres de su partido y de su Gabinete, y, sobre todo, cumple las expectativas que los hombres pusieron en ella. En ningún momento su política ha dejado de ser lo que esperaron los que la elevaron al poder: conservadora del ala derecha, imperialista, racista, clasista y machista. O sea, exactamente lo contrario que debería hacer una mujer que defendiera los intereses de su clase, es decir, feminista.
Una escritora catalana decía hace unos días que la culpa de la guerra la tenían también las mujeres argentinas e inglesas, porque alentaban con sus cantos y sus besos en las despedidas de los soldados de ambos ejércitos el machismo de los hombres, a los que únicamente estiman por su fuerza fisica y su valor guerrero. Original interpretación, buena únicamente para algunos casos. Aquellos en que las mujeres no sean víctimas inocentes de las guerras, que son los menos.
Cuando recuerdo alguna de las guerras de las que he sido espectadora, testigo y víctima, cuando observo otras de las que se han sucedido en el mundo en el curso de mi vida, siempre veo las imágenes de las casas bombardeadas, con las cocinas desventradas en las que el ama de casa ha enterrado su juventud para alimentar a su familia, la cuna todavía bamboleándose de donde la madre acaba de coger al niño, la mesa camilla donde hacía calceta la esposa y el dormitorio donde era fecundada para que el mundo no se acabe. Y veo las calles de las ciudades destruidas donde hacía instantes todavía las mujeres andabad
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hacia el trabajo o hacia el mercado y que ahora tienen varios cadáveres de ellas tendidos en el suelo, los parque con los árboles caídos donde paseaban a sus niños las madres, las escuelas cerradas donde tantas horas de espera hicieron esas madres y las eternas colas de abastecimiento de comestibles donde las piernas femeninas se hinchan y se destroza la espalda, y veo, por fin, como en un documental, la última escena: el regreso del hijo, que salió a la guerra, en un furgón funerario convertido en cadáver.
Esos despojos y alguna medalla, si la ocasión lo requiere, es lo único que le resta a la madre después de veinte, veinticinco años de hacer múltiples inversiones -física, económica, laboral, afectiva, sentimental- en aquel ser humano, para sacarlo de la nada y convertirlo en un adulto útil a la sociedad. Esa sociedad, regida por sus congéneres, que lo ha estimado tan poco como para enviarlo a la muerte más estúpida de todas: la de una guerra imperialista. Un minuto de supuesta gloria a cambio de veinticinco años de trabajo y de sacrificios.
Por eso, cuando oigo hablar de guerra, siempre pienso con compasión y pena en las mujeres, y no les echo la culpa, cuando ¡tanta tienen los hombres en cuestión de guerras! Me angustio por las madres de los soldados, que arrancarán de su lado sanos, alegres, bien comidos y limpios para devolvérselos enfermos, paralíticos, sordos, ciegos, inválidos o muertos. Y desprecio a los hombres que inventaron conceptos tan extravangantes como la Patria, la gloria o el honor, por los que matan a otros hombres y mueren ellos mismos.
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