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La última noche de los preventivos

Se avecinaban tiempos duros. Era inminente una nueva invasión de España. Pero no serían los rusos ni los marroquíes quienes se adueñarían de: nuestras calles y plazas sembrando el terror, proclamando el estado de caos. Serían los preventivos, con la sola arma de la venganza entre los dientes con la que derribar murallas, echar abajo puertas blindadas, doblar a placer espesas rejas.Lo curioso del caso es que la vía libre a esta invasión había sido dada por el Gobierno socialista, que ya no sabía qué hacer para inventarse nuevos cambios. El artífice directo de la. previsible catástrofe fue el ministro de Justicia, hombre tenido por ecuánime y al que sin duda habrían de aplicarle, cuando se le juzgara, la atenuante de preterintencionalidad. Él fue quien puso en marcha los dispositivos de reforma de la ley de Enjuiciamiento Criminal y del Código Penal, que significaría la terrible salida a la calle de miles de preventivos dispuestos a todo.

Con la cordura que les caracteriza, miembros de la oposición aliancista clamaron en el desierto su alarma ante el peligro. Nadie pudo ex, licarlo mejor que uno de sus senadores: "Se va a producir la terrible, preocupante y lacerante situación de que miles de individuos profesionales del delito van a estar pululando impunemente por nuestras ciudades, nuestras calles y nuestros pisos".

Extraordinaria precisión de lenguaje. En efecto, ¿qué podía hacer la sociedad para defender nuestras ciudades, nuestras calles y nuestros pisos ante la soltura de estos miles y miles de profesionales del delito?

Quisiera tener la pluma de Jack London o la de H. G. Wells para poder describir, con justeza la conmoción que se produjo.

A una señal dada se abrieron las puertas automáticas y decenas de miles de zombies comenzaron a restregarse los ojos, poco acostumbrados a la luz; iniciaron pasos vacilantes a lo largo y ancho de todas las prisiones españolas. Oleadas de preventivos, como si acabaran de salir de una borrachera,o de una lúgubre pesadilla, desperezaron sus músculos, abrieron las fauces, comprobaron el funcionamiento de sus navajas, intercambiaron los últimos comentarios sobre su inexplicable estancia en el limbo; por las gargantas les subían arcadas (¿germinación de la venganza?); algunos sonreían sardónicamente, y hasta los guardianes que les decían adiós con las gorras no pudieron evitar escalofríos. Visto a ras de suelo, eran un bosque de

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La última noche de los preventivos

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botas viejas y toscos pantalones en marcha, destrozando a su paso las primeras amapolas de la primavera. Se oyeron unos sintomáticos gritos guturales que acabaron convirtiéndose en un alucinante pulular provocativo. King Kong había despertado.

¿A dónde irían? ¿Qué pretendían? Se apoderaron de trenes al asalto, abordaron barcos fondeados en bahías, ocuparon aviones estacionados en las zonas residuales de los aeropuertos. El resto caminaba avasalladoramente, produciendo un ruido compacto de división de la werhmachy. Se repartieron por la Tierra como una plaga bíblica. Habían empezado a pulular, como acertadamente señalara el senador.

Y a partir de ahí comenzó la inseguridad de la sociedad. Hubo proclamas dirigidas a las buenas gentes con instrucciones muy concretas: los jóvenes no debían salir de casa; los colegios se cerraron. Las mujeres debían recluirse al atardecer. En los metros, patrullas de la Guardia Especial Antipreventivos (GEA) vigilaban los rostros de los viajeros: no resultaba fácil por los rasgos descubrir a -esos profesionales del delito. Destacamentos especiales del Ejército controlaban las calles. En cada edificio de viviendas, los ciudadanos formaron retenes que subían y bajaban en los ascensores las veinticuatro horas del día. Otras fuerzas y somatenes montaban guardia y controlaban las encrucijadas rurales. Todas las campanas estaban listas. Un sentimiento milenarista dominaba a la población. Los funcionarios no se recataban en iniciar una huelga en tanto no se les garantizara su seguridad. Las persianas fueron echadas y los partos hubieron de atenderse en la clandestinidad. Los bancos habían mandado sus mejores valores al extranjero. En las iglesias se celebraban ritos matutinos pidiendo la protección divina. Se recibió una alocución de Juan Pablo II. Los ciudadanos seguían por la radio la evolución de los acontecimientos, dado que en televisión se estaba retransmitiendo un campeonato de patinaje artístico. Los padres arengaban a los hijos. Los troncos estaban perplejos. E incluso los violadores acogidos al perdón de sus víctimas creían tener motivos para el pánico.

Entre tanto, los preventivos habían desembarcado de trenes, barcos y aviones y comenzaban a entrar con cierta nonchalance en pueblos y ciudades. Todos parecían poseer una dirección particular a la que acudir. ¿El lugar de la venganza? ¿Simplemente el domicilio conyugal? La noche era cerrada. Se había ordenado el corte del suministro eléctrico, lo que no dejó de extrañar a más de un preventivo en su duro pulular.

Fue, en efecto, una noche de pesadilla. Sonaron campanas, alarmas, bocinas, despertadores digitales, y el estrépito resultó apocalíptico. La sociedad se defendió como pudo y vive Dios que lo hizo a conciencia. Los periódicos matutinos hablaban de que quizá quedaban algunos preventivos con vida, huidos hacia las sierras cercanas. El diario más conspicuo tituló: La última noche de los preventivos. Se dice que hubo una fugaz historia amorosa entre un preventivo y una camarera de Orcasitas, que acabó trágicamente.

A media mañana, la radio seguía emitiendo noticias de las actividades del grupo especial de guardia que había ocupado el Congreso. Cuando juzgaron al ministro de Justicia, ciertamente se le aplicó la atenuante de preterintencionalidad.

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