Andreotti, "visto da vicino"
Hoy, una de las más antiguas y prestigiosas universidades del mundo, nuestra universidad de Salamanca, confiere el más alto honor universitario, el doctorado honoris causa, al ministro de Asuntos Exteriores de la República Italiana, Giulio Andreotti. Y lo hace movida, sin duda, por los méritos humanísticos que éste, a lo largo de: su dilatada carrera como político y escritor, ha contraído por su aportación al arte de la política y a las letras, pero también, evidentemente, se quiere recompensar su decisivo apoyo a España en las negociaciones que han conducido a la entrada de nuestro país en las Comunidades Europeas.En efecto, cualquiera que haya asistido de cerca -como ha sido mi caso- al desarrollo del primer semestre de 1985, en el que Italia ostentó la presidencia de la Comunidad, conoce perfectamente que si el 29 de marzo de ese año se coronó el Everest de nuestra dilatada escalada en dichas negociaciones y si el 12 de junio se pudo firmar, en una inolvidable ceremonia en el palacio de Oriente, el tratado de adhesión de España a la CEE, en gran parte se debe a la inestimable ayuda y habilidad de Giulio Andreotti. Creo, pues, que en el acto de hoy, la universidad de Salamanca, en nombre de todo el pueblo español, salda una deuda que teníamos contraída con el político italiano. De ahí que, desde mi específico cargo actual, me parezca oportuno contribuir personalmente con estas líneas a tan merecido homenaje.
Cuando presenté las credenciales que me acreditaban como embajador del Reino de España ante la República Italiana, el día 21 de junio de 1983, el ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno Fanfani, entonces encargado de preparar las elecciones generales, era Emilio Colombo, y con él tuve ya algunos coloquios. Sin embargo, días después se celebrarón dichas elecciones, y el 21 de julio, el presidente Pertini encargaba la formación de un nuevo Gobierno al socialista Bettino Craxi, el cual obtendría la confianza de las Cámaras el 12 de agosto. En ese Gobierno, el ministro de Asuntos Exteriores sería Giulio Andreotti.
Como es habitual, a primeros de septiembre solicité una audiencia para visitar al nuevo jefe de la diplomacia italiana, y pocos días más tarde inicié una serie de encuentros que llega hasta nuestros días y que me permite hacer una semblanza del mismo desde una perspectiva que, como diría él, consiste en enjuiciarlo visto da vicino. Así, sorprendentemente, no me citó en su despacho oficial del Ministerio de Asuntos Exteriores -La Farnesina, como se le denomina en Italia-, y que se encuentra muy alejado del centro histórico de Roma, sino en su estudio privado en la plaza de Montecitorio, a dos pasos de la Cámara de los Diputados, en el corazón de la ciudad. Tal circunstancia me la aclararía inmediatamente el propio Andreotti: "Embajador", me diría, con ese tono tranquilo y acogedor que es característica suya, "perdone que le reciba aquí en lugar de hacerlo en el despacho oficial, pero yo soy un viejo romano, y La Farnesina me parece lejísimos".
Desde entonces le he visto innumerables veces, en actos oficiales o en cenas privadas, he leído sus libros o artículos, y le he visto actuar en la política italiana e internacional. Todo ello me posibilita, por tanto, para que trate. ahora de hacer un perfil del político italiano probablemente más sugestivo que he conocido a lo largo de los tres años de mi misión en Italia.
Ante todo, lo que sorprende de Andreotti es su constante presencia en el palco scenico de la política italiana. El comienzo de su carrera, dentro del partido de la Democracia Cristiana, se debió a un curioso azar. Movido por el interés que siempre le ha suscitado la historia de la Iglesia, durante su época de estudiante frecuentó la Biblioteca Vaticana. Allí conocería a su modelo político, Alcide di Gasperi, que se ha bía refugiado del régimen de Mussolini aceptando el puesto de secretario del prefecto de di cha biblioteca. Este encuentro, como él mismo reconoce, fue de cisivo en su vida. Al fundarse, después de la guerra, la nueva República Italiana y acceder De Gasperi a la presidencia del Consejo de Ministros, éste le nombrará, al constituir su cuarto Gobierno, en junio de 1947, subsecretario de la Presidencia, puesto privilegiado para asistir de cerca a todos los desarrollos de la política italiana y en el que duraría siete años, que constituyeron un aventajado aprendizaje político. Después, y hasta la fecha, ha sido 17 veces ministro, en otros tantos Gobiernos; cinco veces presidente del Consejo de Ministros, y a lo largo de varios años, presidente de la Comisión de Ex teriores de la Cámara de los
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Diputados. No menciono otros cargos políticos de menos importancia, ni tampoco la carrera dentro de su partido, para no alargar, mi exposición. Pero creo que con lo que he apuntado basta para señalar que no es posible comprender la vida de la República Italiana, desde su fundación hasta nuestros días, sin tener en cuenta la decisiva presencia de Andreotti en la actividad política de todos estos años.
Tal continua presencia se explica, en segundo lugar, por su enorme pasión por la política, entendida, evidentemente, en su acepción clásica, como un arte, pero también en un sentido más italiano y lúdico, como juego y hasta divertimento. En el primer sentido, obviamente, parte de una determinada ideología democristiana, demostrando sus profundas convicciones, pero dulcificándolas y flexibilizándolas siempre por un sentido común y un realismo que le hacen estar atento a las exigencias de los tiempos. Y con esa orientación, practica un método que descansa en la negociación, en la creencia de que siempre se puede encontrar una fórmula para salir del impasse, aceptando puntos de vista del contrario. En uno y otro sentido, creo le definen muy bien dos anécdotas. En una cena oficial, alguien a su lado le preguntó si no le aburría la política, llevando tanto tiempo con cargos, porque parece siempre igual. La contestación de Andreotti no se hizo esperar: "No, porque siendo siempre igual, cada año es distinta". Es más: cuando en 1979 dejó la presidencia del Consejo dé Ministros, después de haber asistido a unas circunstancias dramáticas para Italia, escribirá en su diario: "Livia [su mujer] me recuerda que habla prometido dejar todo a los 60 años y jubilarme de la política. Pensaré en ello. Pero me telefonea Bianco ofreciéndome la presidencia de la Comisión de Exteriores, que ya ejerció Aldo Moro Acepto...".
Ante tal insólita supervivencia política, que le ha hecho estar siempre presente en todos los acontecimientos importantes de su país, no es extraño que haya tenido también dificultades políticas que se encargan de fomentar sus enemigos políticos. Pero si sus enemigos pensaron que el mero hecho de la imputación de culpa le habría de afectar, debe subrayarse que en todas las ocasiones no sólo salió ileso de los ataques, sino que incluso apareció fortalecido. Su habilidad política es proverbial, y aunque siempre utiliza como fórmula de defensa o ataque la ironía y el sarcasmo, ello no impide que detrás de su bonhomie esté presente una fuerza política afilada como una navaja. Así, por ejemplo, cuando un periodista le pregunta por sus adversarios políticos, responde: "Deben estar atentos a sus autogoles". Y, en un famoso artículo, defendiéndose de un nuevo ataque, escribirá: "La vida política es a veces como el billar. Se golpea una banda para alcanzar otros objetivos".
Asimismo es digna de admiración su enorme capacidad de traba o, ampliada por el poco tiempo que dedica a dormir. En efecto, a las seis de la mañana ya está en pie para escribir su diario, su artículo semanal en L'Europeo, sus discursos ' sus presentaciones de libros, y hasta ha podido colaborar recientemente en Il Messaggero, durante dos semanas, a petición de los lectores, como crítico de televisión. Es normal así que cite a veces -como ha ocurrido en mi caso- a las ocho de la mañana en su despacho a embajadores o políticos. Y no llama la atención, por consiguiente, que durante las interminables sesiones nocturnas que precedieron al acuerdo de la entrada de España en la CEE, él, que presidía las sesiones, fuese el que tuviese mayor aguante. Cuando le pregunté una vez por tan sorprendente capacidad, me respondió: "Mi secreto es que de cuando en cuando me tomaba un terrón de azúcar". Y cuando, en otra ocasión, exponía en un almuerzo ante los 11 embajadores comunitarios acreditados en Roma su extenuante programa de viajes inmediato, no pude contenerme y le comenté que era durísima la vida de ministro de Asuntos Exteriores. Su respuesta fue fulminante: "Embajador, hay oficios mucho peores".
Su llegada al Ministerio de Asuntos Exteriores, en el actual Gobierno de Craxi, no ha sido casual. Su paso por la presidencia del Consejo, primero, y por la presidencia de la Comisión de Exteriores, después, no sólo le habían preparado para tal cometido, sino que era la- lógica consecuencia de su visión internacionalista de la política. No extraña así que en cierta ocasión dijera Henry Kissinger que él es "el único político italiano que se interesa verdaderamente por las cuestiones internacionales". A lo largo de los tres años de su mandato ha dado muestras, pues, de un conocimiento de los problemas internacionales poco común, adoptando una política interna cional independiente y con per sonalidad. Su apertura al Este, su comprensión de los problemas del Oriente Próximo, su in terés creciente por Latinoamérica, no son sino algunos trazos de una política exterior que algunos critican, pero que elogian muchos más. Por otro lado, su talante abiertamente europeísta no sólo le llevó a apoyar la entrada de España y Portugal en la CEE de forma determinante, sino que incluso le hace ser un firme partidario de la reforma en profundidad de las instituciones éuropeas, porque, como una vez me comentó, "la maquinaria de Bruselas cada vez se parece más a un torpe paquidermo".
Otro rasgo significativo de Andreotti es su constante sentido del humor y su inigualable empleo de la frase ocurrente, de la battuta, que utiliza siempre, y que, como él dice, refresca el tedioso ambiente que a veces, o frecuentemente, preside las reuniones políticas. Yo le he oído ya muchas, pero recuerdo especialmente una, en una reunión con el ministro Morán en Roma, hace año y medio, cuando un enorme trueno hizo temblar el edificio en que estábamos, y que logró que alguno pensase que el ruido procedía de una bomba. "No se preocuperí", apuntó, "se trata únicamente del terrorismo della natura...". Mucho más conocida es su famosa frase de que "lo que desgasta es no tener poder", la cual incluso ha llegado a ser utilizada publicitariamente para anunciar un potente vehículo... Podría citar otras muchas, pero creo que lo dicho basta para percibir uno de sus rasgos más apreciados y que le han llevado a alcanzar otra nota definitoria de su personalidad, que es la última que analizaré.
En efecto, me refiero a su enorme popularidad entre los italianos de todas las coordenadas políticas o regionales. Es constante su aparición en programas de televisión, suscitando siempre el mismo interés. En las elecciones es de los diputados que obtienen más votos preferenciales, y dentro de su partido, su popularidad y su habilidad le llevan regularmente a tener un papel decisivo en los congresos y en la política diaria. En el próximo, que se celebrará dentro de unos días, se perfila ya como un claro peso pesado antes de comenzar... No tiene nada de sorprendente, así, que en una reciente encuesta entre 100 diputados de todas las tendencias haya sido considerado como el mejor ministro, alcanzando el mayor número de votos, incluidos los del partido comunista, pero con excepción de los misinos. Y no resulta sorprendente tampoco que en una ocasión me comentase privadamente el presidente Pertini, repitiendo lo que ya había dicho anteriormente en público, que probablemente el mejor ministro de Asuntos Exteriores que ha tenido Italia es Giulio Andreotti, doctor honoris causa hoy por la universidad de Salamanca.
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