Literatura y compromiso
LA POLÉMICA entre literatura y compromiso político es la que probablemente ha movido más plumas de la guerra civil española a esta parte y, en fecha más reciente, desde que Jean-Paul Sartre la hizo suya en los años cincuenta de la cultura occidental. Amansados algunos de los furores idealistas, que eran más fáciles de entender desde los duros años de la posguerra europea, los enemigos del engagement parecen haberse impuesto en los últimos años, si no por otra cosa por la fuerza del número. En los últimos tiempos, sin embargo, la situación política del continente latinoamericano ha dado nuevos bríos a la histórica polémica. Recientemente dos novelistas de ese continente, el peruano Mario Vargas Llosa y el colombiano Gabriel García Márquez han ocupado trincheras contrapuestas en su apreciación de las dictaduras de izquierda en América Latina. Estos últimos días el propio Vargas Llosa y un europeo, el novelista alemán Günter Grass, reanudan la polémica sobre literatura y compromiso.Lo que se discute es el apoyo o rechazo de los intelectuales hacia las democracias, en su concepto occidental. El autor de La ciudad y los perros insinuó en su día que la mayor parte de los escritores e intelectuales latinoamericanos despreciaban los sistemas democráticos del continente para apoyar decididamente las dictaduras marxistas-leninistas. El escritor alemán, por su parte, rechazó tal afirmación a la vez que se reafirmó en su convicción de que "la literatura no puede huir de la situación existencial en que se encuentra la humanidad". Borges, mucho más sutil y descreído, resumió hace tiempo la vieja polémica señalando que hablar de literatura y compromiso era hacerlo de "equitación protestante", es decir, mezclar términos y conceptos de distinto orden.
En cualquier caso, lo que se vuelve a analizar y a discutir es la función social de los intelectuales, algo que hasta su mismo enunciado nos retrotrae en el túnel del tiempo. Todo parece indicar que la época de las causas justas llegó a su fin. Casos como el de la guerra civil española son ya irrepetibles. Neruda, Vallejo, Hemingway, Bernanos, Auden, Orwell, Malaux o Koestler, entre otros, apoyaron vital y creativamente un conflicto en el que la frontera entre el bien y el mal parecía nítida para cualquiera de los contendientes.
El intelectual, el escritor, y, en definitiva el ser humano, sabe que la diferencia entre la bondad y la maldad es cada vez menor, que los intereses económicos hace tiempo que lo anegaron todo y que si algunas revoluciones fueron saludadas con entusiasmo, como en el caso de Cuba, el paso del tiempo incrementa el escepticismo de los esperanzados. Los ejemplos de censura, represión, encarcelamiento y falta de respeto a los derechos humanos no son ya exclusivos de un sistema político determinado. De un lado, se condenan los fascismos que coexisten en la actualidad al mismo tiempo que se negocia con ellos o se niega el visado de entrada a determinados escritores non gratos. De otro, se habla de la revolución del proletariado y la creación del hombre nuevo a la vez que se prohíben obras como las de Orwell, se niegan visados para salir del país o se manipulan las fotografías históricas.
Un continente como el latinoamericano, con una deuda externa imposible, una estratificación social próxima al Medievo y un constante sonar de sables, parece poco propicio para las discusiones de salón. La solidaridad internacional con el régimen cubano no evitó su dependencia económica de la URS S, como la solidaridad con Nicaragua no impedirá la ayuda del Gobierno de Estados Unidos a la contra. Denuncias y solidaridades forman parte ya de un ritual que las más de las veces busca acallar la propia y mala conciencia. No es tanto una aceptación de un determinismo económico de los pueblos como el situar en su justo lugar el papel e influencia de los intelectuales en las sociedades en las que desarrollan su trabajo.
Mientras tanto, los débiles regímenes democráticos de un continente a punto de embargo intentarán sobrevivir con o sin la ayuda de la intelligentsia. Los partidarios del compromiso con la revolución seguirán produciendo loas al tractor, y los diletantes intentarán alcanzar la perfección estética. Al final sólo se salvará el talento del creador, al margen de sus preferencias ideológicas, y los sistemas políticos que sean capaces de superar las dificultades económicas. Del talento apenas se puede decir nada, salvo el reconocerlo cuando surge. De la política se puede afirmar sin ningún tipo de duda que el sistema democrático -con sus defectos- ha demostrado sobradamente su idoneidad para la convivencia. El resto es literatura.
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