Amor de máquina
Otra vez cantó la máquina tres campanas mientras ella veía, en el espejo de detrás de la barra, cambiar bastante rápida la luz, hacerse menos blanca, y los gestos torpes -de pasión o de avidez contenida- del viejo condenado a seguir apostando los podía observar también en el espejo. Se dio la vuelta en busca de otro ámbito; topó con la avenida primaveral recorrida por las primeras parejas vespertinas, por individuos de rostros que para ella nunca serían de iguales. Se sintió feliz, con una felicidad amenazada, no obstante, por el bolo de angustia en el estómago, por la materia haciendo acto de presencia para aclarar el motivo del repentino, pueril ataque de alegría de vivir: la primavera. De nuevo se exhibía, a través de los olores ahora, a través de átomos de polvo que una ventolera -de brisa del mar, o del puerto más exactamente- metía a borbotones por la abierta puerta del bar de viejos. Sólo uno había que no lo fuera, un camarero retatuado y flaco, de cabello grasiento, una anguila en camiseta, cuyo vello del pecho crecía sobre un conato de sirena. Nunca podrá ser un ciudadano y frecuentar piscinas bien, de clase media, pensó; un solo acto irreflexivo le marcó, su originalidad, sus deseos de elegancia, su orgullo de clase le impelieron a mostrar esa marca deleble. Pidió un segundo martini; bebiendo ya un sorbito volvió a mirar al viejo que perdía y sufría duro, por su dinero perdido; por no ganar -un día sí lo hizo- sufría su autoestima, adiccionado fríamente a la máquina programada y sin alma, incapaz de perdonarle.LO QUE HUBIERA HECHO
Hubiera prolongado el instante de luz irrepetible, en la contemplación del jugar del viejo, oyendo los ruidos de fuera y los domésticos, de vaso, de cafetera; hubiera gozado, con cualquier cosa lo hubiera hecho estando en este estado, pero un pobre se lo impidió; su voz la devolvió al país, a su condición real mientras continuara en el lugar donde el azar mentiroso la había atraído prometiéndole un rato de agradable intimidad con ella misma.
No escuchó, por tanto, al pobre que pedía, ni lo miró tampoco -le sacaba una hermosa cabeza de mujer de cuello largo-; sólo de reojo apreciaba su presencia, percibida primero de forma individualizada gracias a los sentidos, pensada luego con más notas: el universal pobre en una de sus manifestaciones más penosas. Dos veces tanteó el bolso, buscó el monedero, para que, además, simplemente por no sentir en exceso la injusticia, la falta de razones para esa desventura ajena, decidió, y no le dio nada.
El hielo de la segunda copa se había derretido víctima de su lentitud en el beber y de la primavera; la máquina cantaba ahora, junto a la puerta, una hipócrita cantinela festiva; ni un minuto había transcurrido siquiera desde la retirada del viejo, abatido, y cantaba ansiosa por volver a ganar, derrochando electricidad en ese reclamo inútil, pues acudía ya un nuevo jugador, un cuervo del jugar a la máquina. Muy pronto la combinación de las cuatro fresas, acaso la más fea, le ofreció un botín de monedas de cinco duros que el tipo recogió tembloroso, sonriendo contra el cristal de la ventana, donde su mueca parodiaba algún tipo de sentimiento humano.
Flota por el paseo una luminosidad rara, de farola imponiéndose poco a poco a los restos de luz natural, pero de las calles en subida, las de la derecha en dirección al puerto, llegan rayos rojizos de sol poniéndose. Camina por el centro descubriendo el placer del paseo solitario, tranquila, sintiéndose codiciada por grupos de hombres arracimados a modo de primates en las terrazas de los bares, apetecibles hoy, muy concurridas, sola, por fin, andando sin rumbo y sin escolta.
Se encendían anuncios luminosos, cobraba el barrio su sabor de lugar de noche -una disipación leve y trasnochada- que ponían en evidencia brillos de cabaré, las aspas de un molino de imitación, rostros maquillados de hombres y mujeres de la farándula. La primavera resta patetismo a este hábitat de vividores de escasos medios, le otorga incluso un aire poético y añejo; ella lo siente así, se empapa de imágenes, sin pensar, más erguida y suelta a cada paso. Constata la abundancia de cojos y tullidos, de coquetas casetas prefabricadas donde ciegos, macho o hembra, venden en tiras dosis de fortuna. Sorprendida ante esa espontánea concentración de taras, pretende explicársela, pero de repente un moro la detiene, la sujeta familiar agarrándola por un brazo. Para su hijo, su sobrino, sugiere, indestructible; la suelta luego a desgana y se apresura, temeroso quizá de una huida, un tipo ágil que en brevísimos segundos pone en marcha toda una tropa de monos platilleros.
LA RISA
En medio del paseo inician su ritmo de banda valenciana, su música metálica entra en armonía con los ruidos de la ciudad, motores de coche, voces humanas, torpotes se pasean mientras les dura la cuerda, igual de ingenuos en su movimiento estereotipado, más graciosos, en cambio, que las vedettes del local de enfrente. Ríe, ríe con risa olvidada cuando logra desprenderse del juguetero ambulante; desde lejos bromea entonces excusándose y picándole. Allí, de charla con el vendedor artista, no impera aburrimiento; por primera vez goza de una libertad absoluta e irracional, a la que nada turba, ni hombres sabios y serios, ni teorías de los profesionales del rechazo social, ni del deprimente vitalismo, ni tampoco deberes o conciencia. Justo enfrente, por encima de la cabeza rizosa, distingue, recortada contra el cielo rosa, la cabina del teleférico del puerto, donde a estas horas habrá, sin duda, idilios primerizos, pletóricos de encanto animal: un puntito colgado entre dos torres.
Hubiera seguido a pie -hechizada por los escaparates de electrodomésticos, los de antiquísimas novedades, por las variaciones cromáticas del cielo- hasta alcanzar el mar directamente, primero con los ojos, posándolos sobre las aguas oleaginosas, resignadas a ser siempre las mismas; con el olfato, torpe e incapaz de transmitir información precisa, más tarde. No lo hizo, sin embargo; un ataque de impaciencia desbarató en segundos toda la serenidad de la tarde, convirtió el ameno deambular en crispación, en imperioso afán de juego, el ardor más sin medida. Paró, pues, un taxi, le dio al conductor una amplia propina para tratar de justificar lo corto, ridículo casi, del trayecto, y quieta, sola -una presencia poco usual en el bulevar-, contempló subir a trompicones de coche viejo al auto recién abandonado. Más tarde, postergado el placer, dominando porque sí, tal vez para sentirse identidad, su pasión doble, se metió en una cafetería, se acodó en la barra y saboreó, demorándose, el largo café americano.
Se interna decidida por la única calleja universal de su ciudad en el momento de la primera noche que imponen a puro letrero luminoso bares portuarios, barras americanas, restaurantes especializados en la venta de pollos asados. Aprecia la armonía, la perfecta conjunción entre el elemento humano y un escenario menos doméstico de lo habitual, trascendido en virtud del mestizaje de postín -chinos, negros, miembros de tribus urbanas-, que le confiere otra categoría, permite confundirlo con cualquier ciudad, cualquier calle de similares esencias de allende el padre océano. Feliz, lo encuentra sólo un poco menos ajeno que el suburbio.
RECUERDOS
Apenas 30 metros más adentro, la súbita aparición de un grupo compuesto por un joven barbudo, otros dos de aspecto también culto, sus mujeres, le despierta recuerdos, la rememora en este mismo paraje, deambulando curiosa y asustada en hatos de seis, de siete, en improvisadas caravanas de defensa para recorrer el territorio hostil. Ante el aviso juegos recreativos se detiene. El interior alberga un paraíso artificial parecidísimo al patio de una prisión futurista, galaxial: 400 metros cuadrados donde centellean decenas de máquinas que despliegan gran aparato eléctrico, cantan al unísono o se reservan para el relevo, se ofrecen a modo de modesta quimera a unas pocas sombras de hombre. Es un lugar idóneo para analizar el origen de esta diricil fealdad elaborada a partir de la artificiosidad de las tragaperras y de la espontánea sordidez del recién inaugurado local presidido por una cabina de control. Hacia allí se acerca muy erguida, sudándole las manos, diciéndose que e, tiempo ha alterado en profundidad su sentido estético, gozando ahora del entorno y, por encima de todo, de la proximidad del tipo que desde su puesto de cambio y control domina el minicasino lumpemproletario.
Con un único pendiente dorado y chico y un anillo imitación de esmeralda en la manaza izquierda, con el cigarrillo -curiosamente negro- prendido a esa boca tan prometedora, a ella le parece hermoso. Un instante se la queda mirando huidizo, más simple apreciación que deseo; un instante escaso, porque de inmediato agacha, la cabeza y se reincorpora a la lectura de la revista deportiva. No la. ve, pues, alcanzar su modelo favorito, de cuyo estado de ánimo trata de hacerse una idea mediante jugadas de tanteo. Desprecia. pequeñas concesiones de 150, de 200 pesetas, analiza el orden de aparición, las combinaciones de frutas, comodines, camparias. Echa luego una ojeada al controlador, comprueba su absoluta entrega a la, revista y paraliza entonces el plano, lo deja centrado en el rostro de hombre con pendiente. Disimula, pero vuelve a sentir de forma exagerada su belleza.
En un momento de despiste -los mirones se concentran en un jackpot recién cantado, en la danza de los dos negros ganadores celebrando salvajemente su victoria- saca del bolso las 200 monedas que ha cambiado, por la mañana, en su banco de siempre. Ha estado pensando mucho en la forma de abordar a ese amor de pautas y características absolutamente desconocidas Para ella, y de los mil proyectos ideados, uno se ha impuesto al final por puro cansancio. Llevar preparado en el bolso un premio máximo, simular acertarlo aprovechando la distancia entre la máquina del rincón y la cabina. Luego le dirá: "No me lo puedo creer, es increíble, primera vez que me ha sucedido". Al tipo le conoció no hace mucho, una tarde como ésta, menos primaveral, sin embargo, durante un recorrido al azar en esas horas previas a la cena; en el salón de juegos recreativos lo vio por primera vez. Le sudan las manos, ve cómo las figuritas recorren la pantalla, con rabia siente que nunca podrá cumplir la última parte del plan. "¿Por qué no tomamos una copa para celebrarlo? Invito yo que he ganado". Juega muy deprisa y combate así la angustia -se suceden cirsas truncadas por otras apariciones que vetan cualquier premio- de ser incapaz de olvidar su propia imagen, de desprenderse de un sentido de la dignidad de origen muy antiguo. Dos mil pesetas más tarde todo se ha perdido. Él ya no está -hay ahora un viejo en la cabina-; salió sin que lo viera.
Desde la puerta, indiferente al centelleo de máquinas a sus espaldas, la callejuela se le aparece como un lugar abierto, limpio pese a la abundancia de inmundicia, limpio sobre todo por arriba, en dirección cielo. En la media hora escasa que ha permanecido en el antro recreativo, pobladores de toda índole se han posesionado de este bazar cristiano. Deambulan felices e indocumentados con las manos en los bolsillos, curiosean en bares de camareras, pregonan variedad de droga, se arrastran, algunos por tullidos, por borrachos los más.
Decrece la ira contra sí misma que la partida del inabordado amor le deparará; a tragos absorbe humos y sonidos de la primera noche; un airecillo traidor la estremece. Sonriente se detiene entonces, asiste desde fuera a una pelea entre moros y cristianos que tiene por escenario una bodega Como un ballet popular la ve -un paso hacia atrás, dos al frente- a través de la cristalera, una ballet mitad cómico mitad sangriento cuyos protagonistas son hombrecillos con navaja, iguales entre sí, diferenciados tan sólo por dos lenguas con zeta.
Se sentó a comer un pollo, un cuarto con patatas y agua de bebida, en una mesa orientada hacia la puerta del primer bar-restaurante que encontró. Desde esa po sición privilegiada distinguía la calle, cada vez más animada, donde algo debía de ocurrir a tenor de las carreras de la gente, de los gritos y rostros tensos. Otra pelea, pensó, esta vez más seria, más general, un combate que compromete al barrio. Aprovechó la salida de varios curiosos, llegó hasta la entrada y, ya en la acera, sin abandonar definitivamente el bar, apoyo una mano en la cristalera. Vio la cabeza del bello de las máquinas a pocos metros de distancia.
ANIMAL FEROZ
Caminaba con cadencioso ballanceo marinero, tranquilo en apariencia. Sus pasos de gigante le conducían hacia el lugar de la pelea, una pelea económica, dedujo ella, de impagados, de clientes de puta o de barra americana. El pendiente en la oreja, dorado y chico, le confería al hombretón aire romántico, pero la expresión de su rostro, el palo para bajar persianas -rematado en un gancho de hierro- que apretaba en la mano le delataban como animal feroz y memo.
Regresó al restaurante, al pollo frío. Escuchó gritos más fuertes y el ulular de una sirena, al tiempo que, trabajosamente, se desenamoraba merced a grandes dosis de voluntad burguesa. A oleadas de racionalidad pensaba ahora en su marido; le quiero muchísimo, se decía, y no se decía ya nada de las posibilidades que hasta hacía poco intuyera en el desconocido pendiente, en su mundo sórdido y remoto.
De nuevo ante el ala y un pedacito de hígado o corazón -no puede deducirlo de tan socarrado como está-, el entorno se le aparece transformado; sólo lo malo aprecia. ¿Qué pude verle a este rincón deprimente, de nula gracia, de encanto comparable al de cualquier burdel portuario? Eso piensa ahora que de la pasión no queda nada. Mira el reloj por primera vez y se interesa en las otras gentes con ella relacionadas, en ese marido tan querido, en cosas domésticas; hasta en hallar explicaciones plausibles a su ausencia se interesa. Cuando sale a la calle está un poco asustada de estar sola; camina muy deprisa, algo encorbada, pero se siente muy relajada, normal, objeto de una paz basada en nada, en no sufrir, en volver a ser ella misma, por muy poco que sea.
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