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Aburrimiento político

Hemos comenzado la legislatura con una buena porción de advertencias. El nuevo presidente del Congreso avisa a sus señorías para que no confundan la normalidad democrática con la rutina, ni la mayoría numérica con la caída del pulso parlamentario. El presidente del Gobierno manifestó, en el debate de investidura, que no quería una " sociedad callada". En el discurso del Rey había advertencias muy serias para que todos los grupos parlamentarios pongan manos a la obra y se ahonde en le convivencia democrática. Gerardo Iglesias, Bandrés y Alzaga razonaron su deseo de hacerse oír; si el volumen de la voz se mide exclusivamente por el número de votos obtenidos, la fuerza de la razón no va a ser suficientemente reconocida como condición del parlamentarismo. Por si fuera poco, el Tribunal Constitucional, al reconcer la constitucionalidad de la fórmula de elección de los miembros del poder judicial, lanza, algunas advertencias para que, en la aplicación de la ley, no decaiga la pluralidad profesional y social en favor de la politización de dicha institución fundamental de la democracia. La Prensa ha denunciado estos días el aburrimiento o desinterés con que el pueblo ha presenciado el cambio de Gobierno.Agosto ha caído como una tapadera de olla de presión, que en el próximo otoño puede lanzar sus pitidos de alarma. Nadie pretende negar el merecido descanso a los políticos. No sería justo tampoco echarle todas las culpas de este aburrimiento nacional. Hemos elegido libremente a nuestros representantes y probablemente son los que nos merecemos. Las elecciones del 22-J sirven para descubrir los caminos por donde anda nuestro proceso democrático. Los cinco millones de españoles que huyen estos días hacia la periferia y sus islas podían encadenar la secuencia de la película: sobre sus rostros se refleja no sólo el cansancio personal, sino la desesperanza y el tedio que flota en el ambiente de nuestro presente democrático.

El agosto español tiene esas dos caras: se huye de Madrid y de los problemas comunes, pero, durante estas semanas, suben los decibelios de la murmuración colectiva. Sobre la cubierta del yate, en la conversación espontánea de la playa, en la tertulia nocturna de las terrazas marítimas y hasta en la plaza del pueblo más apartado se produce una meditación asamblearia sobre la clase política y nuestros problemas nacionales. La prensa del corazón hace su agosto con la vida privada de los gobernantes.

¿A qué ese interés creciente por conocer el precio de los chalés y los lugares de descanso de los líderes socialistas? En Marbella, Palma o Ibiza, los paparazzi montan sus cámaras para difundir gráficamente la vida privada o el comportamiento sentimental de los famosos. Ya no hay frontera entre lo privado y lo público. No tiene nada de extraño. Ya hace tiempo que Riesman, en La multitud solitaria, descubría que las sociedades cosmopolitas o industrializadas emproaban los puertos más gratificantes de la intimidad. El bien común o el sector público carecen de interés, han muerto para la mayoría de los ciudadanos. El hombre moderno busca en su contexto más íntimo lo que se le ha ido negando en esa tierra extraña e impersonal de lo público. Anda buscando autonomía, calor, confianza, una abierta expresión del sentimiento. Cualquier compromiso o acción social tiene que pasar a través de su singular historia vital y de sus emociones particulares.

Lo que interesa de cada líder político es el grado de fiabilidad demostrado, el tipo de hombre que es, más que el discurso conceptual o el programa que defiende. No existe otro código de interpretación de la política que el privado de la ética personal. Las gentes están resolviendo en términos personales aquellas cuestiones públicas que sólo pueden ser correctamente tratadas a través de códigos de significación impersonal.

La confusión de lo privado y lo público, a pesar de su apariencia desintegradora, no es un retroceso, sino un cambio de sentido. El individuo se resiste con razón a ser un satélite de lo público que se ha desertizado por una serie de cambios y procesos históricos, entre los cuales cuenta también la increencia religiosa. No es viable ni segura una participación ciudadana que sea considerada como una simple obligación formal. Esta multitud de autoabsorbidos por su sentimiento individual no se van a abrir a la cosa pública por la mera lógica interna de sus propias exigencias. Su obsesión personal actúa como filtro en la comprensión racional de la sociedad. Para que ésta recobre el sentido o pueda ser comprendida, tiene que configurarse como un enorme sistema psíquico en el que lo racional es sólo uno de sus componentes. Los bienes sociales y las prestaciones del Estado sólo son comprendidos como gratificaciones psicológicas y no como experiencias de líderes lejanos perdidos en el desierto y orientados por las estrellas.

Es cierto que el aburrimiento político de los españoles tiene mucho que ver con la cultura y el civismo. Pero la experiencia de las democracias occidentales más adelantadas nos obliga a ser más cautos en el dictamen. No basta cambiar de política. Es necesario cambiar la política misma. En otras palabras, son los políticos los que tiene que cambiar de actitud y comportamiento. En vez de exigir al individuo solidaridad y transcendencia, en vez de adoctrinar y dirigir a la sociedad para que mire al exterior, hay que poner en primer plano las reales exigencias psicológicas de la persona, el valor local de sus costumbres y el espacio cada vez más amplio de las posibles autonomías individuales, familiares, sectoriales y territoriales. Para que los hombres se sientan más sociales necesitan distinguirse de los demás y aun mantenerse a cierta distancia de ellos. La proximidad impuesta disminuye de hecho la sociabilidad. Los españoles no somos insociables, sino celosos de nuestra independencia. Medio siglo de negación práctica de la libertad ha reforzado el pesimismo de nuestro civismo. No podemos seguir condenados a danzar en un baile de máscaras al son monótono y aburrido de la música del poder.

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