Los vencidos, vencidos, los vencedores, perdidos
LOS SINDICATOS han convocado para mañana una huelga general contra la política económica del Gobierno. El Gobierno y el PSOE han llamado a la movilización a los ciudadanos, casi más que en defensa de esa política, contra los sindicatos, o al menos contra los intentos por parte de éstos de determinar la actuación del Ejecutivo: contra una situación en la que el Gobierno sería el rehén de las centrales sindicales. Si el nudo resulta tan dificil de desatar -cada parte acusa a la otra de desoír sus razonables llamamientos a favor de una solución negociada-, es porque tanto los sindicatos como el Gobierno han errado el tiro al plantear la confrontación en los términos en que lo han hecho.A riesgo de simplificar, puede decirse que las reivindicaciones con cretas de los sindicatos en materia de pensiones, salarios de los funcionarios, cobertura del desempleo, etcétera resultan legítimas, razonables incluso, merecedoras de discusión en cualquier caso, pero no han sido debidamente articuladas por falta de una estrategia sindical coherente. Con el mismo énfasis se debe afirmar que la política económica del Gobierno es genéricamente acertada, pero su despliegue ha resultado mal encajado en un proyecto político global. Las dos conclusiones llevan a la misma lógica: Gobierno y sindicatos han fallado en el mismo terreno, en el de la política, entendida ésta como modulación de unos medios en función de determinados fines social mente deseables.
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En Europa occidental se han ensayado, a lo largo de la última década, tres modelos fundamentales de política económica anticrisis: el neoliberal, cuya expresión más acabada es el thatcherismo, pero que también ha sido aplicado por Kohl en la RFA y en menor medida por otros Gobiernos conservadores; el reformismo radical, que caracterizó los dos años del Gobierno socialista-comunista de Pierre Mauroy en Francia, pero que también fue parcialmente seguido en Grecia; y el reformismo moderado, hasta cierto punto combinación de los dos arquetipos anteriores, cuyo paradigma más cercano es el Gobierno de Felipe González. Los éxitos de Margaret Thatcher en determinados terrenos no pueden hacer olvidar sus enormes -costes sociales. Además, hubiera resultado inaplicable en España, donde el Estado del bienestar no puede ser desmantelado por la sencilla razón de que no existió nunca como tal. El modelo Mauroy, que coincide en líneas generales con lo que aquí viene propugnando Comisiones Obreras desde 1982, fracasó rotundamente. El proyecto reformista practicado por los socialistas en España ha resultado eficaz para superar la crisis, logrando restablecer las principales variables macroeconómicas -crecimiento, inversión, reducción del diferencial de inflación, creación de empleo- sin pérdida de poder adquisitivo de los salarios.
La política económica del dúo Boyer-Solchaga (en cuyo acompañamiento han tenido mucho que ver los ideólogos del Banco de España, Mariano Rubio y Luis Ángel Rojo) ha resultado globalmente eficaz, siendo un mérito no despreciable el haber resistido las presiones que empujaban en otras direcciones. Resultó adecuado subrayar la prioridad del objetivo antiinflacionista y de crecimiento, así como la consideración de que el aumento de la participación de los asalariados en la renta nacional debía producirse prioritariamente por la vía de un aumento del número de asalariados y no de un incremento de los salarios de los ya empleados. Los sindicatos -también UGT- se equivocaron al considerar que el camino señalado era incapaz de posibilitar el doble objetivo de índices de crecimiento considerables y de creación de nuevos empleos. Si nos atenemos a este razonamiento, una huelga general contra la política económica gubernamental resulta un contrasentido.
Tres promesas
Lo que diferencia al modelo socialdemócrata del neoliberal es tanto la actitud ante el Estado del bienestar como ante los agentes sociales. De nuevo simplificando podría decirse que el método de salida de la crisis -concertada o tecnocrática- determina en la práctica el fin mismo. Y es aquí donde penetra con toda su fuerza la política -el arte de ta política-, y donde las limitaciones del modelo Boyer-Solchaga se han hecho más evidentes. Estos límites provocaron ya un sordo movimiento de -descontento social a lo largo de los dos primeros años de crecimiento económico -1986-1987: estudiantes, enseñantes, sanidad, como síntomas- y obligaron al PSOE a introducir en su 322 congreso, celebrado hace un año, tres promesas fundamentales orientadas a devolver al proyecto socialdemócrata una legitimación que estaba siendo cuestionada.
Estas promesas eran: un cambio en las prioridades presupuestarias para favorecer el gasto social (servicios, en particular en la enseñanza, e infraestructuras); en segundo lugar, gobernar de otra manera, esto es, pactar con la sociedad a través de sus asociaciones intermedias (sindicatos sobre todo); por último, atender de forma prioritaria al efecto ejemplificador de los comportamientos individuales y sociales de los gobernantes: la ética socialista como valor político recobrado.
La primera promesa ha !ido mantenida, pero no así las otras dos. El consenso con la sociedad se ha quedado en el soliloquio de un Gobierno cuyo principal mensaje ha consistido en proclamar sus éxitos macroeconómicos y la incompetencia de quienes no han compartido su entusiasmo. Por muy sabios que fueren los negociadores gubernamentales, resulta poco verosímil que sus propuestas hayan sido "las únicas razonables y viables en las presentes circunstancias". Especialmente cuando, en la práctica, lo inmodificable era luego modificado bajo la presión corporativa: estudiantes, salarios de los jueces. Por no citar la receptividad ante otro tipo de presiones: obispos en relación a la fiesta de la Inmaculada, empresarios influyentes, banqueros cercanos. Por otra parte, no es creíble que el fracaso en todas las mesas de concertación deba atribuirse a la intransigencia sindical. Este fracaso dice poco de la capacidad negociadora de los representantes designados por el Ejecutivo, tal vez más empeñados en convencer dialécticamente a sus interlocutores que en llegar a acuerdos con ellos.
La vertebración
Más allá del fracaso concreto de la concertación, lo más preocupante de la actitud gubernamental es la pérdida de perspectiva sobre el papel de las asociaciones intermedias en la articulación social. La vertebración social en España está bajo mínimos; la redistribución, o es pactada o se convierte en tecnocracia despótica: podrán cambiar las prioridades presupuestarias, pero las relaciones de poder en la sociedad permanecen inalterables. Es decir, que los que siempre mandaron y controlaron seguirán mandando y controlando a través de similares redes de influencias. Ello supone renunciar al proyecto de transformación reformista de la sociedad. Sin participación concertada de su base social -premisa de cualquier ensayo de difusión del poder-, el cambio es un esqueleto sin encarnadura.
Lo más grave de la renuncia a la tercera promesa, la de los comportamientos, es que ya apenas provoca escándalo en las filas socialistas. La directora general de Radiotelevisión Española sigue, dos meses después, en su puesto. Las mismas personas que todavía ayer predicaban la austeridad encuentran normal enriquecerse hoy, y los que no lo hacen justifican a los que sí. Especuladores de guante blanco gozan de la confidencialidad de los tecnócratas, con los que con frecuencia comparten gustos y escenarios sociales. Ello no tiene que ver necesariamente con lo acertado o no de la política económica, pero sí con la política a secas. Y con el desconcierto de unos sectores genéricamente identificados con el Gobierno pero que observan una -clara asimetría en la receptividad del poder político ante sus propias demandas y las de los poderosos.
Las promesas no cumplidas explican que la pedrada lanzada por los sindicatos -o, si se prefiere, por Nicolás Redondo- sobre la apacible superficie del estanque socialista haya provocado una no prevista turbulencia. Y ello pese a que la pedrada haya errado el objetivo -la política económica- y suponga, hasta cierto punto, el reconocimiento por parte de los sindicatos de sus propias debilidades. El argumento de que las centrales hayan sido incapaces de llegar a acuerdo alguno con un Gobierno socialista que cuenta en sus filas con varios destacados sindicalistas, y que hayan tenido que recurrir a la huelga general -la última arma en la ortodoxia de la estrategia sindical- para ser tomadas en consideración, también revela su propio fracaso, no sólo el del Ejecutivo: UGT y CC 00 han perdido la oportunidad de responder en la normalidad a las expectativas de una base social que es sociológicamente moderada, que contempla con prevención cualquier aventura que pueda poner en riesgo el crecimiento económico, y que de modo mayoritario sigue situándose políticamente en ese espectro de centro-izquierda que hoy cubre el PSOE.
Todo ello enfrenta a las dos partes hoy en conflicto -que se sienten sitiadas, como en dos alcázares de Toledo- a la realidad de una huelga desmesurada, cuyos resultados pueden ser insólitos: los vencidos, vencidos, y los vencedores, perdidos.
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