Los otros viejos
Todo cambia al llegar la Navidad: las calles se inundan de luz, niños y adultos conviven más estrechamente, el bullicio impera, se siente la alegría, es tiempo de esperanza..., pero no para todos, no para todos.Hay un inmenso colectivo para el que estos días nada o muy poco significan: los ancianos, los viejos, mis queridos y olvidados viejos. Son esa legión que no forma parte de la mal llamada tercera edad, porque han entrado en la edad final, singladura de su vida que toca a su fin, quedándoles como único bagaje la soledad y el abandono.
La soledad del anciano está forjada frecuentemente por la dramática realidad del tema de los hijos que se desentienden, los abandonan a la puerta de las urgencias de un gran hospital o de una comisaría, o de una junta municipal. Ésos son hijos rnalditos que al terminar también ellos el cielo de su vida tendrán el mismo trato por los suyos, puesto que ésa es la gran lección aprendida.
En esta sociedad, donde impera el desarraigo y la insolidaridad, donde no se fomenta el respeto a los padres, mal va a potenciarse la atención a los abuelos.
Y esta actitud es un síntoma, un mal síntoma de desequilibrio. Está demostrada la bondad del trato entre abuelo y nieto, escena de una simbiosis casi perfecta en los dos extremos del arco que forma la vida. El viejo tiene un saber acumulado que puede enriquecer al niño, y éste poner su nota de vida fresca en la ya marchita del anciano. Ambos reforzarán la célula familiar.En las culturas primitivas, el anciano tenía una situación prominente. Su voz se dejaba oír en toda decisión. Era la voz de la experiencia y el conocimiento. Ahora, esta sociedad, seudomodernista, encorsetada en falsos clichés liberalizadores, posterga al anciano, condenándole a un permanente soliloquio que acaba con su propia lucidez.Todos somos culpables, en mayor o menor medida, de esos 105.000 ancianos con problemas de autonomía personal y de los que muchos están solos, en la mayor marginación de un ser humano, porque, junto con los problemas económicos que provocan pensiones de auténtica miseria, sanitarios, psicológicos y sociales, sienten la frustración del olvido.
Desatención
Cada vez son más las familias que desean desentenderse del anciano; de ahí las inmensas listas de espera para el ingreso en residencias, lugares profesionalmente bien equipados, pero carentes de la sensibilidad pormenorizada que necesita el anciano. Hasta el nombre tiene ribetes de insolidaridad. Antes se llamaban crónicos (¿hay algo más crónico que la vejez?); ahora son terminales, cruel palabra cargada de contundente realismo.
Paradójicamente, poco se piensa y menos se realiza por aliviar la pesada carga que soportan los viejos, sin pensar que en tres décadas los ahora hijos estarán ocupando el lugar de sus padres, y el ciclo continuará.
No es suficiente que los poderes públicos aumenten su oferta de servicio y atención a los mayores; es necesario involucrar a los jóvenes en un voluntariado que palie el pobre y próximo horizonte de este colectivo.
Es intolerable que cuando se pretende crear un centro donde ese 65% de mayores que no tienen contacto con gentes de su edad pueda reunirse para poder oír y que les oigan, donde cada tarde tengan la sensación de renacer-su instinto vital, se oigan voces discrepantes pidiendo alejarlos de su entorno.
Son los eternos insolidarios, mediocres y escasos de propios sentimientos, que'esperan todo de los servicios sociales, sin pensar que éstos no pueden darles el amor, la ternura y el calor que todos con el máximo y el profundo respeto a su vejez nos deben producir.
Esos otros viejos que no disfrutan de viajes en semanas de tercera edad, abocados a residencias cutres por mor de ese eufemismo llamado jubilación, que tienen la desesperanza y la soledad como único bagaje, son la asignatura pendiente, la vergüenza nacional de todos y cada uno de nosotros.
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