Contradicciones nacionalistas
UNA SEMANA después hay síntomas que devuelven a su cauce las aguas desbordadas por la imprudencia de aquellos parlamentarios catalanes que despertaron de improviso el viejo espantapájaros de la autodeterminación. Los más inteligentes de entre los nacionalistas catalanes y vascos, sin dejar de' reafirmar la antigua fe, han plegado velas con cautela, mientras que dejaban al descubierto su escasa encarnadura algunos aprendices de brujo siempre dispuestos a apuntarse a un bombardeo. Los primeros, para diferenciarse de los otros, argumentan que no sería bueno dejar en las exclusivas manos de los radicales banderas que forman parte del capital simbólico de los nacionalismos, pero reiteran que se trata de una posición meramente declarativa y planteada en el marco del ordenamiento constitucional-estatutario. La voluntad de evitar que el asunto vaya a más es manifiesta; pero ello constituye el mejor reconocimiento de que se estaba jugando con material inflamable.En un régimen de libertades, cualquier asunto puede ser objeto de discusión, aunque no todos caben en el marco constitucional. Los comunistas franceses sólo renunciaron a la dictadura del proletariado tras apasionados debates públicos que hoy resultarían surrealistas; ello no les impidió participar intensamente en la vida política de su país. Pero eso no significa que tal objetivo fuera compatible con la Constitución de la IV o la V Repúblicas. La autodeterminación es un elemento del código de identificación de los nacionalistas al que se resisten a renunciar, pero no forma parte del sistema de valores consagrado en el orden constitucional.
No dejar a los radicales, y especialmente a los violentos, el monopolio de la reivindicación nacionalista implica ante todo acreditar la vía autonómica, no cuestionarla permanentemente. La vía autonómica no es únicamente la establecida por la Constitución -aunque esto ya debería ser un argumento de peso-, sino, probablemente, la más adecuada a la realidad actual y desde luego más democrática que la de un referéndum de autodeterminación. Al afirmar que la opción por la autonomía no supone renunciar a la autodeterminación, se está estableciendo una continuidad entre una y otra: cuando el estatuto esté plenamente desarrollado, pasaremos a reivindicar una segunda fase. Con ello se está incitando a los poderes centrales a no completar jamás la primera fase. El efecto es desacreditar la autonomía y estimular la frustración que convierten en bandera esos sectores radicales.
O se está por la autonomía -fórmula constitucional de resolver los problemas del Estado plurinacional- o por la autodeterminación. Lo que no tiene sentido es afirmar que se está por la autodeterminación "en el marco estatutario y constitucional". Y si lo que se reclama es la reforma constitucional, hay que decirlo en los programas -electorales, someterlo a las urnas, y explicar cómo se piensa llegar a ese objetivo. Autodeterminación significa derecho a crear un Estado propio. Quien la reclame está moralmente obligado a adelantar su opción independentista y a explicar a los electores los efectos que de ella se derivarían. Por ejemplo,' en lo inmediato, la segura exclusión de la Comunidad Europea y un futuro económico más bien desastroso. Como ello no sería muy rentable electoralmente, el asunto se escamotea. Pero si implícita o explícitamente se excluye la independencia -objetivo considerado deseable por una exigua minoría de vascos y aún más exigua de catalanes-, la reivindicación de la autodeterminación no puede tener el objetivo de ejercerla. ¿Cuál tiene entonces? Sólo éste: desestabilizar el sistema. Mejor dicho: amagar con desestabilizarlo para obtener ventajas a cambio de no hacerlo.
La autodeterminación no figura entre las aspiraciones o preocupaciones actuales de los vascos y catalanes, como se viene comprobando en los sucesivos procesos electorales. Los problemas relacionados con el autogobierno sí preocupan, aunque tampoco de manera prioritaria. Algunas voces -sobre todo desde el nacionalismo convergente han tratado de hacer más digerible la reivindicación autodeterminista del Parlamento catalán por la vía de identificar autodeterminación con autogobierno, y manifestando que esta idea, por obvia y redundante, a nadie debe escandalizar: pero, si es obvia y redundante, ¿qué necesidad había de plantearla? Es un contrasentido que para responder a la preocupación del avance autonómico algunos líderes nacionalistas susciten un problema mucho mayor e irresoluble en un horizonte previsible- que el que se proponían solventar. Es cierto que el temor a dar bazas a los violentos no puede ser utilizado para cercenar reivindicaciones legítimas. Pero no es coherente afirmar, de un lado, que nada tiene que ver la reivindicación de la autodeterminación con el chantaje de los violentos y, a región seguido, supeditar, como Garaikoetxea, la presencia en el pacto contra la violencia a la aceptación de dicha reivindicación. Ello es, además, bastante inmoral.
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