El trasfondo de la autodeterminación
Una vez más se ha presentado a la palestra pública (ahora, bajo una nueva fórmula, con ribetes europeos) la vieja cuestión, la de siempre y -mucho me lo temo- la de mañana. La versión de hoy dice así: "Los catalanes no renuncian a su derecho a la autodeterminación". ¡Anatema sit! ¡Escándalo máximo! Lo primero que me dije: ¿Aprenderemos esta vez? Desconfío, por eso escribo. No me hago ilusiones, pero escribo.Algo me parece obvio: dentro de la libertad de expresión reconocida por todas las instituciones, hacer tamaña declaración no es nada monstruoso. Los catalanes pueden decir -si así es- que no se sienten cómodos. Habrá que volver a decirlo: los catalanes desean para su lengua y su cultura lo mismo que los castellanohablantes no quisieran perder de las suyas.
Por eso en lo que sigue no quiero juzgar si el acuerdo del Parlamento de Cataluña es correcto o no, si es anticonstitucional o no. Ahora sólo quiero atenerme a los hechos: el Parlamento ha aprobado esa declaración. ¿Por qué?.
A menudo, ante determinadas manifestaciones hechas en la lengua del país, se oye en Cataluña una expresión archiconocida: "¡Oiga, que estamos en España!", dando a entender que esa manifestación debería hacerse en castellano. Es inimaginable que, en Ginebra o en Lausana, un suizo-alemán grite, quejándose (y amparado en el hecho de que el alemán sea la lengua más extendida en Suiza): "¡Oiga, que estamos en Suiza!" (es decir, "¡hábleme en alemán!"). Tampoco nadie interpretaría que la fidelidad de los habitantes de la Suisse romande hacia su lengua francesa tenga el menor resabio de separatismo... Sé que no se pueden comparar ambas situaciones, pero sí que juzgo pertinente recordar que los ciudadanos de Ginebra y de Lausana se realizan como suizos en francés, mientras que los catalanes ven impedida su realización: el castellano no es su vía de realización -por lo menos no es su vía inmediata-, como no lo es el inglés para los portorriqueños; en cambio, el catalán, que sí podría y debería ser su medio de realización, halla tal cúmulo de dificultades que tampoco cumple su objetivo.
Y no me refiero a dificultades técnicas (la enseñanza y los medios de comunicación, el poder de la lengua del poder, el problema demográfico), sino morales ("estamos en España", "perdéis.el tiempo", "mejor os iría, hablar inglés").
Reparación histórica
Las cosas vienen de muy lejos. Pese a que antes no siempre todo había sido satisfactorio, la destrucción de las estructuras propias vino por el decreto de la Nueva Planta (1716) y por la repetición ad nauseam del derecho de ocupación militar. Estas palabras nunca han sido desmentidas. Todavía se debe a Cataluña una reparación histórica formal. Y si se podían haber aprovechando para ello los estatutos de 1932 o de 1979, en realidad ambos textos fueron una concesión (y aun recortada) hecha no por justicia, sino por cálculo. He aquí, pues, lo que objetivamente se echa de menos. ¡Cuánto malestar, cuántos esfuerzos, Cuánto tiempo podíamos habernos ahorrado todos juntos! En los años veinte, Francesc Cambó constataba que eso del separatismo no era una posición razonada, era un sentimiento (con todos sus riesgos): el termómetro subía o bajaba según el trato que recibía Cataluña desde el poder central. Nunca se llegaba a la mínima, porque nunca se había enfocado el tema con la serenidad indispensable. Sería aconsejable interpretar en esta dimensión el acuerdo del Parlamento de Cataluña.Me apresuro a decir que no soy político ni me liga ningún compromiso de partido. Simplemente soy una persona que observa, que reflexiona y que no quiere ver problemas donde no existe razón para que los haya. Ya hace mucho que surgen otros que no podemos eludir. Veamos. Hay dos maneras de gobernar. La primera, la más cómoda: ¿Se quejan?, tapémosles la boca, que la policía cargue y disuelva, amenacemos. Desde siempre existen abundantes muestras de ese comportamiento, que bajo el franquismo llegó a extremos inconcebibles (como bien saben tanto ministros de Madrid como consellers de Barcelona). La segunda manera, de resultados menos previsibles: ¿Se quejan?; vamos a ver por qué se quejan, estudiemos la cuestión y actuemos en consecuencia. Hoy no se trata de decir que la autodeterminación no es constitucional ni estatutaria (evidentemente no es ni una cosa ni otra); no se trata de amenazar con que ello dificultará el desarrollo de la autonomía. En todo caso, lo que procedería, a mi ver, sería analizar las causas por las que se ha llegado a ese acuerdo parlamentario. ¿Cómo se ha forjado ese clima de descontento? Una actitud así me parecería más dentro del espíritu de la nueva Europa con la que muchos soñamos. Una Europa en la que las fronteras políticas serán cada vez menos relevantes, y en la que, si hemos de salvarnos de la estandarización absoluta, será forzoso hacer hincapié en las comunidades históricas, culturales y económicas que la constituyen.
Comunidades antiguas
Recuérdese que esas comunidades a menudo no coinciden con los Estados modernos porque son mucho más antiguas y más consistentes que éstos. Estos, en efecto, datan de las monarquías absolutas del Renacimiento, son en gran parte artificiales y han sufrido modificaciones después de guerras y convulsiones. Que lo digan, si no, las emblemáticas Alsacia y Lorena. Volviendo a la autodeterminación, me temo que ahora volveremos a caer en la incomprensión de siempre. Me he hartado de decir -y lo he repetido por escrito- que el sempiterno problema catalán, sin solución aparente para muchos (y por eso desazonante), se resolvería con una política educativa sincera. En España hay reticencias respecto al catalán porque la gente ignora que el catalán es para los catalanes lo mismo que el castellano para la mayoría de los españoles. Corrientemente, nadie sabe eso, y por ello nadie acepta la espontaneidad del uso de la lengua propia por parte de los catalanohablantes. En contraste flagrante, los niños de Ginebra y Lausana saben muy bien que sus pequeños compatriotas de Zúrich y Basilea hablan alemán. No lo olvidan, y por eso ya no le dan más vueltas en toda su vida. Cada uno tiene su manera de ser suizo. En cambio, los niños de Toledo o Burgos no pueden comprender que los de Tarragona o Gerona hablen catalán. ¡Si nadie se lo ha dicho! En otro nivel -ahora pienso en colegas universitarios y académicos-, yo colaboro con artículos de lingüística catalana en revistas internacionales, y suelo publicarlos en catalán. ¿Tendré que decir que únicamente en España se me ha reprochado que me exprese en una lengua tan poco difundida?Visto cuanto antecede, alguien puede objetarme falta de habilidad para pergeñar toda una filosofía sobre el descontento colectivo que comento. En realidad, lo que aquí me proponía era tan sólo presentar unos casos concretos que se viven a diario entre nosotros. Claro que las muestras se podrían multiplicar. ¿Podemos esperar a que los responsables de la cosa pública reflexionen sobre la situación que esas muestras denuncian? Hay una comunidad que no vive tranquila. Mi más ferviente deseo sería no tener que repetir -como ha sido obligado hasta hoy- la desesperanzada pregunta de rigor: ¿cuándo tropezaremos de nuevo con la misma piedra?
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