Ellos
Ahí les tenéis, soldados del abismo, haciendo de la muerte una miseria en la solapa. Ellos no tienen la culpa, diría el viejo León Felipe, pero sufren del pecado de obediencia y lo ejecutan con la bayoneta calada, tan valientes.No sirven de nada las palabras, ni la historia; nadie les puede atajar: lo tienen todo y están de fiesta bajo el toldo camuflado de los despachos en los que se distribuyen las órdenes ovales de decir que sí a todo el asco.
Lo digo y me alimento de mi impotencia idiota: ¿cómo escupirle a la cara el desprecio a quien no está y es quien sonríe cuando firma el decreto? Están allí, tan lejos, repartiendo la sabiduría mundial, los sicofantes de la nada que tienen en los ojos de agujero el poder de decir ahora sí, ahora no, y disparan para subrayar su arbitrio.
Admiro la América de William Faulkner, aquella del polvo, el lodo y la palabra, y también admiro la América ribereña de Mark Twain y sus sucesores líricos, pero hay otra América abominable -hombre del norte, norteamericano, que decía Pablo Neruda, el poeta al que la voz invisible del helicóptero también golpeó en pleno rostro-, una América que quiere quedarse con la razón a base de disparar con el telescopio de la indecencia voraz sobre el cuello desnudo del débil.
Y esa América irracional que usa puños de gato para decir que quiere distribuir la verdad como si fuera un tesoro propio es la que a veces se levanta sin vergüenza para poner ante los ojos del mundo la posibilidad del asco, la música de la nada. Ante esos propietarios vociferantes del destino ajeno el único grito posible es el grito del silencio, el desprecio que merecen los miserables, aquellos que a fuerza de repetir su verdad han llegado a creer que los otros son un paisaje sin ojos, un oscuro objeto del disparo.
Ellos no tienen la culpa porque padecen el pecado de la obediencia, una especie de vapor imbécil que les permite apretar el gatillo sin sufrir esfuerzo.
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