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Tribuna
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Hola, terremoto

Manuel Rivas

Habíamos bebido aguardiente moldavo. Demasiado, pensé yo, cuando quise anotar mi dirección en un cuaderno de Andréi y comencé a hacer eses con la caligrafía. Pero al mirar al amigo rumano y ver que sus ojos se aguzaban como los de un gato supe que era Dios quien se había emborrachado este 30 de mayo de 1990.Andréi es doctor en cibernética, tiene 34 años y vive con su mujer y su hijo en un pequeño apartamento de Bucarest. Para llegar allí hace falta ciertamente ser un experto en programación de ordenadores, pues vive en el 49 de la tercera planta de la sección B del número 1 del bloque C-4 del sector 6. Por suerte, la taxista que me lleva lo es. Mariana Grecu trabaja ocho horas como técnica de informática y cuatro más al volante, porque en el primer oficio no gana para pipas. El sector del taxi está lleno de intelectuales en Bucarest. Por módica tarifa y cómodamente recostado en un asiento trasero, tiene uno la oportunidad de conversar con abogados, notarios, filósofos, ingenieros agrónomos y poetas.

En un país donde importantes periódicos se hacen a mano cuesta trabajo convencer al doctor en cibernética Andréi de que tiene todo el futuro por delante, aunque ahora gane menos que un camarero del hotel Intercontinental. Contra lo que uno pudiera pensar, el materialismo científico, línea Nicolae Elena, no simpatizaba en absoluto con los procesadores de datos. Las estadísticas se retozaban con el mismo impudor ,que las fotos oficiales, de tal manera que hoy es imposible saber con mínima fiabilidad cuántas cabezas de vaca hay en Rumania.

Así que tomamos licor moldavo, con su amable fuego ancestral quemando las tripas, a la salud de los artilugios futuristas y los siempre derrotados valores humanistas. Andréi estaba más animado, y antes de la despedida decidimos intercambiar protocolo entre los finisterres de Oriente y Occidente. Fue entonces cuando noté que escribía sobre una pista de hielo y que el sofá se balanceaba como una chalupa marinera. Andréi, de un salto felino, cogió a su hijo Viad en brazos y me gritó para que le siguiera. Después sabríamos que aquello se inició exactamente a las 13 horas 40 minutos y 20 segundos, que la trompa divina tuvo una intensidad de 6,8 en la escala Ritcher y que el temblor duró casi un minuto.

¿Un minuto? ¡Narices! La eternidad debe de ser algo parecido a eso. Corríamos y corríamos, escaleras abajo, mientras el dios ebrio se abrazaba jocosamente a las columnas que cimientan la Tierra. En el último tramo llevamos en volandas a una anciana. En el pequeño parque, emparedado entre los bloques de uniforme gris, se apretujaban los vecinos corno una tribu impotente y desvalida. Después de un temblor, murmuraban, vendrán otros. Poco a poco, la multitud recuperó el aliento. Silvia Crupnic, una joven amiga de Andréi, comentó en voz alta: "Ya pasó todo; los perros mueven la cola".

¿Y en qué piensa uno cuando el pellejo se debate entre paredes enloquecidas? Ellos, mis compañeros de naufragio, llevaban impreso en la memoria el tatuaje trágico del terremoto del 77. Yo debo confesar avergonzado que ningún pensamiento trascendente, ni siquiera ese tan ordinario de la muerte, vino a mi cabeza. Bajaba y bajaba escalones y me fijé en mis zapatos. ¡Qué sucios tenía los zapatos!

Quizá se tiende a alejar la idea de la muerte cuanto más cerca pasa la estela de la guadaña. En la muerte, en cómo morir, y en de qué manera empadronarse en la otra parroquia se piensa en los momentos de calma y hasta en los más felices, cuando uno se rasca placenteramente el sobaco, como aconsejaba Truman Capote. Es entonces seguramente cuando se sueña, como hacen los ancianos de mi país atlántico, con un gaitero libertario en el cortejo, un nicho soleado con vistas al mar y con dos flores de esas que llaman cuernos de la abundancia a modo de walkman. Pero cuando la muerte está cerca lo que uno hace es mirarse y mirarse los zapatos, tan feos, tan sucios, tan humanos.

Los experimentados vecinos de Andréi sabían lo que se decían. Cuando los perros volvieron a ladrar lastimeramente iba ya muy avanzada la noche y Bucarest dormía con el perfil triste y falto de luz de una ciudad de íntima posguerra. Estaba tumbado en la cama en una habitación de la planta 12 de un hotel. Demasiado alto para echarse a correr en calzoncillos. Los perros, claro, tenían razón. Al poco tiempo, el edificio se balanceaba suavemente como una cuna. Me recosté con las manos entrelazadas bajo la nuca y miré satisfecho hacia la otra punta.

Había limpiado los zapatos. Y dormí. es escritor y periodista.

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