Levantar el vuelo
Las españolas y los españoles de hoy están muy ampliamente identificados con los valores democráticos e incluso con las instituciones que los encarnan, pero conservan con frecuencia una distancia con respecto a lo que, de forma harto reduccionista, se entiende como la política, y una desconfianza genérica con respecto a quienes dentro de ella se agitan: los políticos.Hay, ciertamente, raíces histórico-culturales que pueden explicar esa contradicción y nunca faltan episodios recientes para alimentarla. Existen, por lo demás, tres elementos constitutivos de ese diálogo lleno de interferencias: la conducta de quienes se dedican visiblemente a la acción política; la actitud y la formación desde las que los ciudadanos juzgan la vida pública, y, como intermediario esencial entre las dos anteriores, la imagen que los medios de comunicación ofrecen de los políticos activos a una ciudadanía bastante despolitizada. Probablemente, las carencias de nuestro diálogo político actual se deben a la responsabilidad combinada, y a veces indiferenciable, de esos tres elementos. Pero, sin que ello suponga desconocer ni la frágil formación cívica de un amplio sector de nuestra ciudadanía ni la irresponsable vocación frivolizadora de no pocos profesionales de la información, hoy quiero referirme a la parte de responsabilidad que nos cabe a quienes solemos ser identificados con la etiqueta de políticos.
Uno de los aspectos en que deberíamos contribuir a que la vida política española diera pasos adelante es el que podemos llamar la normalización del disenso. Se ha avanzado sin duda en la desdramatización del conflicto entre personas vinculadas a ideologías o formaciones políticas distintas y opuestas. Convendría que nos fuéramos acostumbrando también a que personas que comparten un mismo proyecto político general pudieran exponer y dirimir, abierta y lealmente, puntos de vista no coincidentes, sin que ello se interpretara automáticamente en clave de ambición o de rivalidades personales. La consolidación de un hábito de debate constructivo sin malentendidos tiene, en el terreno del socialismo democrático, especial razón de ser, tanto por tradición política como por exigencia ideológica.
Está claro que ese debate en el seno de una formación política democrática y transformadora sólo tiene consistencia si no está condenado a aparecer como una invitación a leer entre líneas o como un mero envoltorio de luchas intrapartidarias por el poder. En ese sentido tenernos pendiente también una tarea colectiva de destribalización de las formaciones políticas; y estoy pensando en primer lugar -como no podía ser menos- en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), al que me honro en pertenecer. A menudo, la adscripción del militante a tal o cual tribu no tiene tanto que ver con los generalmente difusos rasgos ideológicos de ésta corno con la fidelidad a -o la apuesta por- un líder. Esa articulación un tanto clientelista, que es particularmente perceptible en las esferas local y regional, y que prolonga, por cierto, un hábito muy entrañado en la vida política española desde el siglo pasado, no es sino un mal remedo, un vulgar sucedáneo, del verdadero debate político. Además, tiene efectos tan perniciosos como el mantener psicológicamente alejados del partido a los no iniciados, poner la fidelidad y la docilidad por encima de otros rasgos de carácter seguramente más creatívos y proyectar hacia la ciudadanía una imagen turbulenta y críptica de: la vida política.
A esa destribalización podría ir unida una no menos necesaria destrivialización de lo político. No hace mucho que Solé Tura llamaba justamente la atención, desde estas páginas, sobre el contraste existente entre los impresionantes cambios que se están produciendo en la política mundial en los últimos meses y la entidad mezquina y doméstica de los ternas públicos que, a juzgar por el contenido de buena parte de la prensa, atraen la atención de los españoles. Sería conveniente que jerarquizásemos nuestros centros de interés, distinguiendo entre el cotilleo (por más significativo que a veces resulte) y el asunto de dimensión histórica que nos incumbe, no sólo como españoles, sino como ciudadanos del mundo. Garantizar la veracidad de las afirmaciones y calibrar la dimensión real de los acontecimientos son tareas que incumben no sólo a los buenos periodistas sino también a los políticos que quieran escapar del fárrago de la trivialidad. No es lícito perder el tiempo cuando tenemos enfrente desafíos como el de analizar y combatir el racismo o el integrismo, detectar y resolver los problemas específicos de las grandes urbes, o establecer los fundamentos educativos y medioambientales de nuestra solidaridad con las generaciones futuras.
"Pensar alto, sentir hondo y hablar claro": así definió alguien, hace más de cinco siglos, la poesía. Apliquemos hoy esa fórmula a la reflexión y al diálogo que deben guiar la acción política. Y levantemos el vuelo entre todos, sin esperar a que anochezca.
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