Relaciones industriales y democracia política
Hay que empezar diciendo que, contra lo que pudiera parecer, los periodos de fuerte conflictividad industrial no coinciden con los de mayores dificultades, sino con los de bonanza económica, sobre todo si previamente se ha practicado una cierta disciplina salarial. Y ello por tres razones: El primer factor proviene precisamente de la ampliación del abanico de salarios y de la mayor desigualdad retributiva que acompaña al auge económico, con los consiguientes agravios comparativos. Un segundo factor de propensión al conflicto deriva de la mayor segmentación del, mercado de trabajo asociada a las etapas de fuerte crecimiento, con la entrada en actividad de jóvenes y mujeres que acceden al primer empleo. Una tercera fuente de inestabilidad nace de la mejora en la posición negociadora de los sindicatos, a medida que la elevación del coste oportunidad de las horas perdidas en conflictos conduce a una menor resistencia empresarial ante las demandas sindícales. Estas se disparan, además, ante la exhibición de beneficios empresariales y de ostentación desvergonzada, inseparable de las etapas de expansión.
No todo se debe, sin embargo, al ciclo económico. Existieron también tres circunstancias que actuaron como detonante del conflicto potencial: el error de cálculo del Gobierno en relación al llamado Plan de Empleo Juvenil; la erosión del poder adquisitivo de las rentas dependientes del presupuesto, como consecuencia del repunte inflacionista, y el incumplimiento reiterado de los compromisos empresariales de implantar mecanismos de participación de los trabajadores en los beneficios de sus empresas.
La primera conclusión política que cabe extraer de todo ello es que la aparición del conflicto industrial no constituye necesariamente un signo de debilidad de la política económica, cuyo éxito se ve frecuentemente acompañado por un cierto ascenso del conflicto. Sucede, sin embargo, que estos problemas de percepción por parte de la opinión resultan tornadizos en términos políticos y electorales, si los Gobiernos son suficientemente dúctiles para corregir las disfunciones causadas por el crecimiento, como se puso de manifiesto en la Francia del pos-1968, en la que los acuerdos de Grenelle aseguraron las victorias electorales del gaullismo durante la década subsiguiente.
La Europa del sur
El acierto en el diagnóstico de estas situaciones resulta por eso crucial, ya que de otro modo se provocan reacciones precipitadas, como aquellas que condujeron al vuelco conservador en el Reino Unido y Alemania a finales de los setenta, al hilo de explosiones de insatisfacción social, en las que los sindicatos pretendían la vuelta a las políticas tradicionalmente defendidas por la socialdemocracia. El fuerte anclaje de ésta en los sindicatos contribuyó a afirmar en su seno una actitud recalcitrante al cambio. A su vez, los propios sindicatos verían en seguida que su lentitud para adaptarse a la nueva situación les restaba apoyos entre las nuevas capas laborales y acababa incidiendo sobre su misma base.
Es en la Europa del sur donde se ha iniciado el cambio del modelo de políticas socialistas durante los ochenta, de la mano de Felipe González, François Mitterrand y Bettino Craxi —por este orden cronológico—. Se trata de una modificación profunda del significado del turno político en Europa: tradicionalmente la socialdemocracia había optado por la distribución, desentendiéndose de la política de crecimiento, y la derecha por lo segundo, sacrificando la distribución.
Una política de crecimiento con redistribución y de equilibrio entre la eficiencia y la equidad no había sido planteada en los países de la CE desde la izquierda hasta la llegada de los socialistas al Gobierno en España en 1982, con un programa en el que la política de reestructuración industrial y de apoyo al cambio estructural constituía el pilar fundamental. Por eso, aunque los primeros tests los pasaron los socialistas de Francia e Italia, es en España donde el nuevo modelo tenía que pasar su prueba de fuego, por la nitidez con que se había planteado, por que se gobernaba en solitario y por el carácter mayoritario del sindicalismo de inspiración socia lista. Fue precisamente el mantenimiento del nuevo proyecto político lo que provocó la retirada del apoyo del sindicato afín.
Como los lazos entre sindicato y partido socialista eran en España mucho más estrechos que en otros sitios, la prueba del nuevo modelo político iba a serlo también para el esquema de relaciones político-sindicales y para la teoría del bloque de clase que lo sustentaba. La superación de la prueba supone por ello, a mi entender, que el razonamiento tradicional de la izquierda resulta extremadamente mecanicista. Ya durante los setenta se habían producido retiradas de apoyo de los sindicatos a los partidos socialdemócratas, pero cuando esto ocurrió los partidos perdieron fuerza electoral, hasta el punto de tener que abandonar el poder. En los ochenta, Miterrand, Craxi, y, finalmente, González han soportado la retirada de apoyo sindical sin grandes mermas electorales.
UGT-PSOE
No tiene nada de extraño, por eso, que estemos presenciando una progresiva autonomización —ahora también en el Norte, empezando por el Reino Unido— entre sindicatos y partidos socialistas, socialdemócratas o laboristas, lo que comienza a ser considerado por ambas partes como algo mutuamente beneficioso. En el caso de España, fue precisamente la UGT quien inició la separación. No se trató aquí, como en el Reino Unido ahora, de una necesidad sentida por el partido para buscar un espacio político más amplio que el de la base social de los sindicatos, sino todo lo contrario. Probablemente los ugetistas estaban convencidos de que el Gobierno cedería y cambiaría de política para mantener el apoyo del sindicato, lo que, según la teoría tradicional del bloque de clase, equivaldría a retener al electorado socialista.
El Gobierno estimó entonces —contra la mayoría de los análisis— que la modificación sustancial de una política que estaba teniendo resultados muy positivos, con el único propósito de mantener el apoyo de una organización afín al partido socialista, hubiera sido tanto como subordinar la gobernación del país a un grupo de defensa de intereses, por muy relevantes que éstos fueran.
Las dos elecciones generales celebradas en 1989 sirvieron para confirmar la bondad del análisis y reequilibrar políticamente una situación socialmente inestable. Este nuevo equilibrio ha venido a ratificar la plena autonomía del sistema político respecto al sistema de relaciones industriales. Se trata de una prueba a la que seguramente el Gobierno socialista no se hubiera arriesgado por su propia iniciativa, dada la relación tradicional con la UGT y la sensibilidad del partido socialista ante la debilidad de los sindicatos.
Pero la retirada explícita del apoyo sindical al Gobierno socia lista con ocasión de los últimos grandes procesos electorales dio ocasión para que los ciudadanos se pronunciasen con bastante claridad, poniendo de manifiesto que la gente puede hacerle una huelga general al Gobierno y sin embargo votar a su favor a los seis meses. Lo cual no deja de reflejar un alto grado de madurez del electorado, que contradice ese miserabilismo respecto a su capacidad de que hacen gala los antidemócratas.
Ello da paso a una nueva situación, cuya característica consiste en la plena diferenciación de los roles sindical y político dentro de la izquierda española. Esa autonomía es el correlato de la independencia entre el sistema de relaciones industriales y el proceso democrático de legitimación política. Lo que implica que el intercambio que se produce en los procesos de concertación social no tendrá por qué ser interpretado de ahora en adelante en clave política. Paradójicamente, pues, la autonomía podría facilitar a la larga la recuperación del clima de cooperación social.
Álvaro Espina es secretario general Empleo.
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