El domador de serpientes
Diez años ha que Yves Montand y el que en este instante garabatea-tecnológicamente-el recuerdo se refregaron por última vez a placer. El hombre que caminaba con su ternura colgada de la sonrisa, de su pasión furiosa por entonces, con 60 años juncales, amenazaba ya con los brazos abiertos al aire cuando casi gritaba: "Mira, hemos sido imbéciles y peligrosos". Y se refería así a su pasado de compañero de camino de los comunistas.¡Las cosas de la vida! Así como una docena de años antes, a punto estuve de conocer a Yves Montand de la mano de Paco Rabal, amigo suyo entonces y de su mujer Simone Signoret. Rabal me anunció que vendría a cenar a mi casa, en París, acompañado de Montand, aquel ídolo mío de El salario del miedo que yo paseaba por la memoria mientras echaba a remojo una fabada asturiana de la que íbamos a dar, cuenta media docena de comensales.
Pues no fué tal el acontecimiento. Resulta que Rabal, con su decir rotundo, franco, cariñoso, le aclaró a Montand que el amigo español que los iba a cebar con fabada era "un tío cojonudo y de confianza". Montand le interrogó sobre el quehacer profesional del amigo y cocinero, y Rabal, todo llanura, le dijo que era periodista, corresponsal de varios diarios españoles en París. Adiós fabada, adiós cena, adiós reunión con Montand, al que yo ingenuamente iba a sacarle todos sus trapos sucios de años atrás Con Marilyn Monroe. "Pero tú estás loco", le increpó, Montand a su colega español; "piensa que si es periodista, no cabe la menor duda, es un espía franquista' . Rabal perdió miserablemente el tiempo intentando demostrarle que yo era un buen chico. Poco tiempo después, íbamos a coincidir los tres y lo pasamos bomba.
Reencuentro
De cada reencuentro con Montand siempre recuerdo lo mismo: su bondad, su ternura. Y siempre imaginaba lo mismo: Montand, con su sonrisa expresiva y picara al tiempo, el mas seductor domador de serpientes, es decir, de mujeres, del siglo veinte. Yo lo envidiaba.
Una de las últimas veces que bromeé con él, al lado del ex primer ministro francés, Michel Rocard, ocurrió en el entierro de Jean Paul Sartre, en 1980. El actor ya estaba de vuelta de toda su aventura de compañero de la izquierda. Aquella tarde parisiense nunca la olvido. Montand narraba, jocoso, ante Rocard y un servidor, que tomaba nota, el encuentro en el cielo entre Sartre y varios dirigentes comunistas franceses con los que había comulgado en vida.
El día de nuestra refriega precitada se desarrolló por mor de su último recital como cantante en el teatro Olympia de París. Me abroncó, porque no había ido a escucharlo cantar y le decía que iba a escribir sobre él: "Mira, para conocerme hay que verme en escena. En la vida, en el cine o en la política, más o menos, soy un personaje. Pero en el escenario, al revés, es uno quien tiene que pagar, en el acto y directamente. Hasta que no me veas en escena no conocerás mi yo".
Babelia
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