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'El rey de los vinos'

Los caldos manchegos, dulces o secos, que desde 1907 se expenden en El Anciano Rey de los Vinos, se anuncian como elixir de longevidad, la patriarcal imagen de marca, una pareja octogenaria y saludable de morigerados bebedores, aparece retratada bajo el cristal de las mesas de esta vetusta y honrada taberna de la calle de La Paz, a espaldas del reloj de la Puerta del Sol, frente al teatro Albéniz, rodeada de comercios especializados en imagineria religiosa y librerías devotas. Son tres, y fueron cuatro, las tabernas madrileñas acogidas al patrocinio del Anciano, curiosa y casi secular franquicia que aún se cobra sus cánones por cada litro de vino que se vende, procedente de las bodegas de Luis Montón en Tomelloso.En la taberna de la calle de La Paz, el chato sale más barato que en sus hermanas y competidoras, pero sin la tradicional galleta que en las otras se ofrece como acompañamiento. Esta taberna, milagrosamente intacta, ofrece acompañamientos de más fuste, empezando por las torrijas elaboradas diariamente desde hace 37 años para seguir con los soldaditos de Pavía, tajadas de bacalao rebozadas y crujientes, denominadas así porque su color dorado recordaba el de los uniformes de los húsares del citado regimiento. De la cocina de la casa salen cazuelas humeantes de callos por encima de toda sospecha, enlutados chipirones, menestrales albóndigas, pisto manchego, bonito con tomate y de vez en cuando gelatinosas manitas de cordero. Platos castizos o madrileños de adopción, naturalizados en el promiscuo reino de las tapas que sigue conservando algunos de sus bastiones en los alrededores de Sol, en franca retirada frente a la proliferación de las cafeterías y los restaurantes de comidas rápidas.

Sabrosa rapidez

El servicio es diligente en El Anciano, en menos tiempo del que necesita una dependienta del burger para aderezar y envasar una hamburguesa, el cliente tendrá en su mesa las raciones solicitadas. No es comida rápida, las especialidades de la casa deben ser degustadas con tranquilidad, mojando en la salsa y rebañando el plato solidariamente, en paz y buena armonía, alegrando el gaznate con el salutífero vino de la casa o con la ligera cerveza.

Los precios, muy económicos, atraen a una clientela joven y de magros recursos que comparte las mesas con los clientes de toda la vida, veteranos del barrio que encuentran en la tasca uno de sus últimos refugios, como los socios de la peña De Madrid al Cielo, militantes de un casticismo insobornable, uniformados de chulapos y fieles a los ritos del tapeo y del chateo con sus preceptivas rondas. La taberna es también lugar de peregrinación de forasteros que en sus incursiones por el centro de la capital dieron un día con este callejón que une la calle de la Bolsa con la plaza del Marqués Viudo de Pontejos, especializada en mercería y quincallería.

La reapertura del Albéniz devolvió al Anciano su clientela del mundo de la farándula y a sus seguidores; cuando la cartelera funciona la taberna se llena, es un barómetro infalible para calibrar el éxito de la obra. También conocen el enclave los guardias del vecino cuartel de la Policía y los funcionarios de la Comunidad que ocupan el emblemático edificio de Gobernación, entre ellos, el honorable Leguina, que se deja caer de vez en cuando, lejos del protocolo.

La decoración no ha experimentado grandes cambios desde 1907: brillantes azulejos de estirpe árabe, antiguos reclamos del famoso elixir, carteles de toros y fotos ampliadas del viejo centro de Madrid, de la Puerta del Sol y sus aledaños, grandes espejos, bancos alineados en la pared, mesas encristaladas que sirven como soporte de más mensajes publicitarios y estrechas placas metálicas que prohíben terminantemente escupir en el suelo, un suelo espolvoreado con serrín que absorbe humedades y facilita la limpieza del establecimiento, regido por una empresa familiar y fiel a la tradición hospitalaria y gentil del noble gremio de los taberneros madrileños.

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