Entre Maastricht y Sarajevo
No deja de ser revelador que en unos mismos momentos se estén produciendo en Europa dos dinámicas radicalmente opuestas: por un lado, la laboriosa y todavía incierta constitución de la Unión Europea prevista en el Tratado de Maastricht, por el cual 12 Gobiernos acuerdan pacíficamente la cesión de importantes parcelas de soberanía en favor de unas instancias supranacionales comunes; por otro, la traumática cantonalización que se está desarrollando en varios de los Estados de la antes llamada Europa del Este.Por supuesto, Maastricht llega 30 años después del Tratado de Roma, es decir, tras un largo rodaje de cooperación económica y política en el que los países de la CEE han alcanzado unas cotas de riqueza y bienestar inéditas en la historia. El estallido de la URSS y de la Europa del Este, en cambio, se produce tras décadas de despotismo político y de ineficiencia económica bajo la dominación soviética.
Más allá, sin embargo, de estas circunstancias específicas, en ambos casos opera un factor común de alcance histórico: los Estados constituidos en la época moderna revelan su agotamiento, su creciente inadecuación para hacer frente a los nuevos problemas y a las nuevas demandas generados por la internacionalización de las fuerzas económicas, sociales y culturales.
Zarandeada por intereses económicos para los que las fronteras nacionales no son más que oportunidades de obtención de rentas diferenciales, habitada por colectivos sociales de las más diversas procedencias étnicas, fragmentada en y bombardeada por códigos éticos y culturales a menudo contradictorios, la vieja Europa se debate entre dos tipos de proyecto.
En un caso -en lo que, para simplificar, podemos denominar el modelo Maastricht- se trata de reconocer la complejidad de las sociedades modernas, y de aceptar, cohesionar y compatibilizar intereses y diferencias en el seno de formas y mecanismos políticos supranacionales basados en la negociación y el consenso. En el otro -el modelo Sarajevo- se trata, por el contrarió, de reinventar la vieja historia del Estado-nación en su versión más atávica, es decir, la de refundar e imponer -mediante la violencia, la anexión territorial, la expulsión o la liquidación física de comunidades minoritarias, etcétera- una correspondencia biunívoca entre, por una parte, unos territorios y unas estructuras estatales, y, por otra, unas formaciones sociales supuestamente homogéneas desde el punto de vista étnico y cultural.
No creo exagerado afirmar que del éxito o el fracaso que cosechen en Europa cada uno de estos modelos en disputa dependerá probablemente buena parte del devenir político mundial en las próximas décadas. Porque lo que está en juego, además de millares de vidas humanas, es tanto la configuración de un nuevo género de estructura política que rompa la falaz identificación entre Estado y nación, como la eficacia y legitimidad de un cierto tipo de procesos para llegar a ella. Para bien y para mal, son los modelos de raigambre europea los que dominan, sin excepción, la escena mundial sin que hoy por hoy se vislumbren, todavía -todo llegara, pero ésa será otra época-, formas políticas alternativas y universalizables de extracción no europea.
Es difícil entusiasmarse con el proyecto de Unión Europea dibujado en el Tratado de Maastricht. De hecho, su redactado es de dificil comprensión para los no especialistas. Los aspectos más asequibles son de bajo vuelo intelectual y sentimental: moneda única; libre circulación de personas, mercancías.y capitales; fondos de compensación; igualación de titulaciones; máximos permitidos de inflación y déficit público; cuotas comerciales'en relación a terceros... Antes que carta fundacional de una nueva realidad política, el famoso tratado parece más bien un catálogo de mecanismos de integración técnica y económica. Más que invocar los grandes ideales de libertad y felicidad de una parte de la vieja Europa, parece dirigirse a los meros intereses comerciales y profesionales de los miembros de un consejo de administración.
Y mientras en las comisiones de la CEE se, discuten tipos de interés, cuotas comerciales, competencias sobre los cotos de caza o subvenciones a la eliminación de olivares o a la reducción de la producción láctea, en los confines de Europa, cada madrugada la vieja prepotencia europea arroja, por acción o por omisión, su cosecha de víctimas, ahogadas unas en, las aguas del Estrecho, fusiladas o bombardeadas, otras, en algún campo de concentración o en cualquier ciudad sitiada.
Pues bien, pese a ello, y en gran parte debido a ello, Maastricht constituye una alentadora novedad. Después de haber sido inventora y exportadora, durante siglos, de todo tipo de barbaridades en nombre de los más grandes ideales, 12 países europeos dejan por una vez las grandes palabras en el armario y, movidos básicamente por sus propios intereses -competir mejor con los japoneses, negociar con más fuerza con los americanos, cerrar con más éxito la frontera a los africanos...-, se ponen de acuerdo para eliminar las fronteras interiores y para constituir un nuevo poder político, que exige renuncias en el ámbito de soberanía de cada uno, sin recurrir a la violencia, la anexión o la guerra. Por una vez, los gloriosos destinos nacionales, gracias a los que nos hemos masacrado durante siglos, dejan paso a un prosaico proyecto de ciudadanía europea. Tras la Europa de los mercaderes asoma, inexorablemente, la Europa de los ciudadanos.
En este aspecto, el modelo Maastricht constituye un formidable ejercicio de desacralización de la política y, por tanto, abre las puertas a tratar razonablemente los temas más serios y delicados: permite dejar de pelearse en nombre de las esencias patrias, o de los derechos nacionales, o de la superioridad de la raza, o de los destinos impuestos por la divinidad, para pasar a negociar los derechos de los ciudadanos, los problemas de la pobreza, las cuotas de inmigración, los mecanismos de control democrático...
Con todos sus defectos y limitaciones, el Tratado de Maastricht dibuja un proyecto, plantea unas reglas de juego, esboza un futuro abierto, razonable y posible.
¿Por qué choca entonces con tanto rechazo, no sólo por parte de dirigentes políticos anclados en las formas y concepciones tradicionales -de derechas o de izquierdas- de la política, sino también, y especialmente, con el recelo de amplios sectores sociales, populares?
Hay, por supuesto, el consabido temor a lo desconocido, a la incertidumbre, a la pérdida de seguridad, pero hay también un fundado recelo ante un poder ejecutivo central, lejano, burocrático... Ciertamente, cuanto más lejano es el poder y no sólo en el aspecto geográfico, sino y especialmente en lo relativo a los sistemas de elección y control, más fácil es su transformación en un poder irracional, despótico, despilfarrador, ajeno a los íntereses y, necesidades de la gente. Pero, de hecho, las carencias democráticas que se achacan a la Unión Europea no son más que los ecos amplificados de los déficit realmente existentes en cualquiera de sus 12 Estados constitutivos.
En este sentido, es difícil imaginar que el modelo Maastricht vaya a prosperar si la cesión de soberanía hacia arriba no va aparejada a una devolución de soberanía hacia abajo, a una auténtica descentralización, a una profundización democrática que permita recortar no sólo los previsibles déficits políticos de las instancias europeas sino, y en primer lugar, las propias carencias democráticas de los actuales Estados.
No hay ninguna garantía absoluta -en política nunca la hay- de que la Unión Europea prevista en Maastricht vaya a promover esta profundización democrática, ni que destierre definitivamente la barbarie de la vida política. No hay tampoco ninguna garantía de que una Europa unida actúe de forma más razonable y humanamente solidaria en relación a sus antiguos dominios coloniales. Es indudable, en fin, que muchos líderes políticos estatales van a utilizar -ya lo están utilizando, a la izquierda y a la derecha- el recelo popular para minimizar las transferencias de soberanía hacia arriba y especialmente hacia abajo. Tiempo de incertidumbre, tiempo de demagogia. Y, pese a todo, Maastricht es el camino. Porque el otro camino es el modelo Sarajevo.
Lo que está ocurriendo en la antigua Yugoslavia, o en la antigua URSS, no es simplemente una monstruosidad. También es la otra cara de la misma moneda europea, perfectamente contenida en nuestra historia, en nuestras tradiciones, en nuestras instituciones, en nuestras doctrinas. Los demonios que ahí actúan son nuestros mismos demonios.
Tanto Maastricht como Sarajevo hunden sus raíces y sus credenciales -tanto en sus objetivos como en sus métodos- en el Estado moderno, esa contradictoria forma política que por un lado pretende ser portadora de una racionalidad universal mientras que, por otro, pretende expresar y representar la supuesta identidad y particularidad de un pueblo-nación.
Todos tenemos nuestros Sarajevos: los brotes de racismo y xenofobia en Alemania y la mayoría de países de la CEE, los regulares atentados antisemitas que se producen en Francia, la guerra de religión que desde hace décadas asuela Irlanda del Norte, el alucinado terrorismo etarra... En todos los casos, tanto en la Europa del Este como en la del Oeste, el sueño -el delirio- de algunos es el de recuperar una independencia y una pureza ancestral, esencial, incontaminada... Cuando el mundo y la humanidad, hoy y siempre, pero hoy más que siempre, no es y no puede ser más que una creciente interdependencia y un ininterrumpido mestizaje.
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