Se va de viaje
Don Juan Benet se ha ido de viaje, lo cual no tiene nada de particular, pues no otra cosa se ha pasado la vida haciendo. Además de recorrer la Península centenares de veces, escribió más de 30 libros, construyó varias presas, montó numerosas casas, trabajó durante casi todos sus años en una oficina, erigió una empresa, leyó casi todos los libros, escuchó casi todas las músicas (siempre en disco, detestaba los conciertos) y nunca le dijo no a un amigo que le propusiera salir a cenar o ir a visitarlo. (Las creaciones familiares no hace falta mencionarlas, pero tampoco fueron escasas). Todos los amigos, más jóvenes o más viejos, envidiábamos su generosidad y energía, y, para consolarnos, tendíamos a pensar que algunas de las muchas cosas que hacía no las hacía en persona, aunque sin saber de qué otro modo se puede hacer nada.Gustaba de parecer algo huraño en sus apariciones públicas, pero quienes lo trataron solían considerarlo el hombre más gracioso y encantador de la tierra. Tenía la elegancia de encubrir su extremada bondad, aunque a veces no lograba disimularla. No he conocido a nadie a quien la gente consintiera más impertinencias y barbaridades, porque hacía reír con ellas no sólo a las amistades, sino a completos desconocidos. Era, por ejemplo, la alegría de las tiendas, no tanto por sus considerables dispendios cuanto por sus peticiones y sugerencias teñidas de broma. La última vez que lo acompañé fue a una farmacia: buscaba unas grageas contra un ataque hepático, que recordaba haber tomado antes envasadas en frasco; ahora, en cambio, venían en sobre. "¿Y está usted seguro. de que no le queda ningún frasco antiguo?", preguntaba. Y aún insistía tras la negativa respuesta: "¿Y no le sobra a usted algún frasco vacío de otro producto para que podamos meter estas dentro?". Luego se mostró satisfecho del nombre del medicamento: "Hepadigest", decía, "yo creo que esto me pone nuevo mientras se deleitaba no poco con la prosa farmacéutica. Era largo y distinguido de aspecto, y vestía a la inglesa, es decir, con una mezcla de despreocupación y de la leve inseguridad que da no cambiar de estilo a lo largo de una vida entera: tal vez por eso se repeinaba como un niño en las ocasiones importantes. En los últimos años se había dejado un bigote que, junto con su pelo blanco abundante, le hacía asemejarse un poco a su admirado Faulkner. Se tenía prohibido quejarse, y, aunque admitía la lamentación ajena, procuraba ponerle fin por métodos expeditivos. Aún recuerdo cómo logró animar una vez a una amiga común que padecía un fuerte mal de amores: invitada a la casa de campo que Benet tenía en Zarzalejo, la despertaba de la siesta llamando con los nudillos al cristal de su ventana y anunciándole con voz cavernosa que era el amado perdido que volvía a ella. Tal vez así contado parezca algo más bien poco compasivo, pero aún oigo las carcajadas de nuestra amiga (las primeras en muchas semanas) ante la afectuosa brutalidad, en la que era evidente que prevalecía el afecto. "En estos casos", decía don Juan Benet, "lo mejor es aplicar un tratamiento de choque". Y la amiga empezó a olvidar a partir de aquel fin de semana.
En los últimos tiempos perdió a muchos amigos menos viajeros, que, sin embargo, se le adelantaron: lo anticipaba, se ensombrecía, no podía soportarlo. Tal vez ahora lo soporte algo mejor. Hace tan sólo unos días, ya muy enfermo, me cuentan que tuvo un momento en que se quedó sonriendo largo rato, y quien estaba con él le preguntó: "¿En qué pensabas?". "En nada", dijo él. Y al insistir esa persona cercana y decirle "¿Cómo que en nada? Si has estado varios minutos embelesado", él contestó con pudor: "Bueno, estaba viendo un río". Y ahora recuerdo que nada le gustaba tanto, cuando viajaba, como bañarse en los ríos desconocidos.
Babelia
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