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Clinton busca el favor del Congreso

Los deseos de cambio del presidente de EE UU tienen su piedra de toque en el legislativo

Antonio Caño

El nombre de David Pryor no significaba mucho en Washington hasta hace apenas un mes. Pryor estuvo a punto de morir de un infarto hace dos años y ni los periódicos ni casi nadie se interesó por él. Era lógico. Al fin y al cabo, Pryor no era más que un senador de Arkansas -el estado natal del presidente Bill Clinton-, miembro del comité de finanzas de la Cámara alta, pero tan desconocido que en una ocasión el personaje que presidía esa comisión, Lloyd Bentsen, llegó a comentar: "Es una reunión intrascendente; la va a presidir el senador Pryor".

Pues bien, los tiempos han cambiado. Una de las pocas personas que telefoneó a Pryor tras su lesión cardiaca fue Bill Clinton, que considera a este senador como uno de sus más íntimos amigos y uno de sus más firmes colaboradores en el Congreso. Por esa razón, pese a que Pryor ocupa un puesto en el Senado desde hace 14 años, sólo ahora su figura empieza a ser determinante en el complicado juego de alianzas y pactos que se desarrolla ante la crucial discusión en el Parlamento del programa de renovación económica presentado por Clinton.De repente, Pryor se ha convertido en el mejor intermediario entre aquellos congresistas que quieren hacerle llegar al presidente sus particulares condiciones para apoyar el programa de la Casa Blanca. Asimismo, el propio Clinton necesita a Pryor y a otros aliados del Capitolio para hacer correr entre los pasillos del Congreso sugerencias, advertencias y hasta amenazas. Es el delicado mundo de las relaciones entre el poder ejecutivo y legislativo de EE UU, una especie de círculo vicioso de poder que repugna a los ciudadanos norteamericanos, pero del que no puede prescindir ningún presidente que aspire a llevar a la práctica sus planes.

Bill Clinton parece ya haber ganado brillantemente la batalla de la opinión pública en su misión de sacar adelante su programa de transformación social y económica (el 63% de los estadounidenses está de acuerdo con su programa económico, según una encuesta de la cadena de televisión ABC publicada ayer), pero la batalla más sorda y difícil es la que todavía tiene que lidiar en la otra esquina de la avenida de Pennsylvania, en las colinas del Capitolio.

Donde se hundió Bush

Allí se hundió el presidente George Bush, que se pasó la mayor parte de sus cuatro años de gestión en guerra declarada con el Congreso -ambos poderes se bloquearon mutuamente la mayoría de las respectivas iniciativas-, y ahí pueden hundirse también las ambiciones de cambio de Bill Clinton si no sabe manejar esta negociación con habilidad y maestría.Es cierto que para Bush la situación era mucho más difícil porque el Congreso estaba ya entonces en manos del Partido Demócrata. Clinton se encuentra ahora con un Parlamento en el que su propio partido es mayoría, pero esto no es ninguna garantía de fidelidad: en EE UU, los diputados atienden primero a los intereses de la comunidad que los elige y, después, a los del partido que representan.

Varios congresistas demócratas conservadores del sur y el centro del país han expuesto ya sus discrepancias con ciertos aspectos del programa de Clinton, y no sería extraño que muchos de ellos votasen del lado republicano en las discusiones de determinadas leyes. Hace una semana, los republicanos consiguieron el apoyo de varios senadores demócratas para bloquear la propuesta de la Casa Blanca de levantar la pro hibición de la entrada al país de los enfermos de sida. Durante el reciente debate sobre la participación de los homosexuales en el Ejército, Clinton compro bó la dureza con la que le plantó cara su influyente compañero de partido el senador Sam Nunn.

En relación con el programa económico, la discusión será mucho más larga y complicada. Al menos hasta comienzos del verano no se espera que esté lista la primera de las leyes de ese programa, la que permite una inversión pública de 30.000 millones de dólares en infraestructura en el plazo de dos años. Otras iniciativas aún más polémicas, como las subidas de impuestos y los recortes de algunos gastos públicos, pueden llevar varios meses de discusión.

La intención de la Casa Blanca es que el proyecto del presidente sea aprobado en bloque, sin reformas ni condiciones, pero el congresista re publicano Newt Gingrich, uno de los más influyentes de la Cámara baja, advierte que "eso es cien por cien imposible".

Un senador demócrata con servador de Nebraska, Jim Exon, ha declarado que el paquete presidencial no tiene "ninguna posibilidad" de obtener luz verde si no se incluyen reformas sustanciales. Un demócrata por Tejas, Pete Geren, ha informado que él y algunos otros congresistas del mismo partido están planteando una iniciativa para incrementar los recortes presupuestarios que presenta la Casa Blanca. Clinton no quiere entrar en un proceso de condiciones, concesiones, contracondiciones y contraconcesiones sobre cada uno de los puntos de su programa porque sabe que ésa sería la mejor manera de que dicho programa no llegara nunca a ponerse en práctica. Pero también sabe que algo habrá que ceder y algo habrá que negociar.

Demócratas discrepantes

Aparentemente, la situación está establecida en los siguientes términos: los demócratas liberales respaldan básicamente el programa de Clinton, pero los demócratas conservadores comparten el rechazo de los republicanos a las subidas de impuestos y a las nuevas inversiones públicas, así como creen que habría que profundizar en los recortes presupuestarios. En una votación, el peso de republicanos y demócratas conservadores podría ser superior al de los demás.Pero las cosas no son así de sencillas. Los congresistas conservadores pueden estar a favor de más recortes del gasto público, siempre que esos recortes no afecten a proyectos que están en marcha en su propio Estado. En el otro extremo, los congresistas liberales que están a favor de mayor inversión pública, lo están siempre que ésta incluya y beneficie a sus propios electores. En una elemental simplicación de este criterio, el punto de mira del parlamentario es su reelección, no el éxito de la política del presidente.

Esto da lugar a una áspera y subterránea campaña de influencias en la que la presidencia tendrá que hacer infinidad de discretas concesiones particulares en beneficio de su objetivo fundamental: la aprobación del programa. Consciente de eso, lo primero que hizo Hillary Clinton cuando fue nombrada al frente del equipo sobre la reforma sanitaria fue llamar por teléfono a los congresistas que tienen algo que decir en el asunto. Dos días después, se fue a comer con ellos.

En este complicado juego, unos congresistas valen más que otros. Es fundamental para la Casa Blanca ganarse la confianza de los presidentes de las comisiones. Los presidentes ejercen después su influencia sobre los miembros de sus comisiones y filtran sus condiciones. Al final, Clinton puede encontrarse con la situación de que no puede recortar su presupuesto para la investigación de energía nuclear en Nevada, por ejemplo, porque los congresistas de ese Estado no quieren perjudicar a sus propios conciudadanos. Si los votos de Nevada fuesen imprescindibles, Clinton tendría que renunciar a esos recortes o compensarlos con una inversión, también por ejemplo, de investigación de energía solar en ese mismo Estado.

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