Selectividad
Nunca me he considerado paradigma de Calígula paterno -tengo por pereza muy poca afición a los conflictos domésticos- pero cuando Amador suspendió por segunda vez la asignatura de física comprendí que había llegado el momento fastidioso de la severidad.-No creas que vas a pasarte el verano sin dar golpe como si hubieras aprobado.
-No, papá. Tengo que estudiar la física.
-¡Faltaría más! Pero además te pondré un profesor particular que venga a darte clase todos los días.
-¿Todos?
Sádicamente gratificado por la nota de desaliento que detecté en su voz, remaché con crueldad el clavo.
-Y los fines de semana te pondrá problemas para que tengas algo con lo que entretenerte. Se acabó la vagancia.
Me quedé bastante satisfecho de mí mismo después del discursito. Luego empezaron las complicaciones. Yo no sabía lo caros que pueden resultar los profesores particulares y los primeros tanteos me dejaron un tanto abrumado. ¡Después de todo sólo se trataba de enseñarle física a un chaval de 15 años, no a Stephen Hawking! Mi momento económico no era demasiado bueno, porque acababan de rechazarme un libro y las finanzas veraniegas se me vinieron lastimosamente abajo. Con lo que pretendía cobrarme cualquiera de esos tipos, acabaría sometido a una dieta de sardinas en escabeche y pan, sin tabaco y -¡ay!- sin whisky. Puede que el saber no ocupe lugar, pero desde luego se está poniendo a un precio prohibitivo...
Comenté estas zozobras con mi amigo Fabián en la barra del Negresco, mientras saboreaba melancólicamente un pincho de gamba con beicon que bien pudiera ser el último por una larga temporada.
-Tengo la persona que necesitas -me informó Fabián-. Un profesor a lo que parece bastante bueno y, sin duda, baratísimo. Está dando clase a la mitad de los chavales suspendidos en física de San Sebastián.
-¿Y cómo es eso? ¿Es que le subvencionan o le gusta trabajar a destajo para matar las penas?
Fabián se rió, mientras pedía otro tinto.
-No sé qué decirte. Penas no deben faltarle, porque parece que no se trata de un chico demasiado guapo. No debe de tener demasiadas ocasiones de salir a derrochar dinero...
Pues lo sentí mucho por él, pero me alegré por mi bolsillo. Además, lo importante no es que fuese guapo o feo sino que se las arreglara bien para meterle a Amador en la cabeza las fórmulas, los teoremas o lo que sea eso de la física. Fabián me dio un número de teléfono y me dijo que preguntase por Remigio. Me contestó una voz de alguien que parecía atrozmente acatarrado. Pero el catarro no debía de ser grave, porque Remigio quedó en empezar las clases al día siguiente por la mañana. En efecto, sus honorarios eran de una modestia realmente conmovedora.
Llegó a las once en punto de la mañana y le abrí la puerta yo mismo. Bueno, pues no, no era lo que se dice guapo. Bastante bajito y creo que regordete, aunque no era fácil estar seguro porque se cubría con una especie de blusón azul claro, como de ATS. No debía gastar mucho en ropa, seguro. Para colmo se tapaba la cabeza con una boina tan enorme que con ella puesta parecía una seta. Luego se la quitó y vimos que era casi completamente calvo, con sólo unos cuantos pelillos como alambres retorcidos aquí y allá. Pero lo más notable del camarada eran sus orejas. Parecían dos antenas parabólicas de tamaño mediano. Por lo demás, resultó muy serio, pero educado.. Saludó a Amador como si le conociese de toda la vida y le dijo con su voz nasal de permanente catarro:
-¡Hola, pichón! Tú y yo vamos a entendemos muy bien. Ya lo verás.
Por detrás del hombro de Remigio le hice a mi hijo un gesto de ánimo y paciencia. Algo así como: "Ya verás como no resulta luego tan así como parece". Pero lo cierto es que a Amador le cayó bien. Después de la primera clase, le noté discretamente bien dispuesto.
-Parece un cruce entre ET y Dumbo -señaló con bastante exactitud-. Pero sabe mucho.
-Para parecerte sabio a ti tampoco hay que ser Einstein. De todas formas, me alegro de que os llevéis bien. Lo importante ahora...
-...es que estudie mucho y todo eso. Ya lo sé, papi, deja el rollo para luego que me voy a dar una vuelta en bici.
Se despidió con su gesto de adiós favorito, con el puño cerrado y el pulgar hacia arriba, en un breve movimiento como de autoestopista. Supongo que se lo había visto en alguna película a cualquiera de sus héroes preferidos. Le vi alejarse con mi habitual mezcla de desesperación y ternura: ¿qué milagro genético o nutricional puede lograr que en sólo 15 años se llegue a ser tan grande y tan desmañado?
Empecé a darme cuenta del éxito que estaban obteniendo las habilidades de Remigio como profesor cuando, una semana más tarde, Amador rechazó salir por la tarde a pescar en barca porque tenía que hacer unos problemas para el día siguiente.
-Vaya, veo que te tiene bien controlado, ¿eh? ¡Así me gusta!
-No creas. Lo hago porque me interesa mucho lo que me enseña.
El chico me había hablado en un tono muy circunspecto, algo pensativo.
-¿Qué te interesa la física? ¡Pero si no has querido abrir el libro en todo el curso!
-Pues ahora me interesa mucho. Es que Remigio me lo explica muy bien. Y hasta me enseña cosas que no habíamos estudiado en el cole.
Maravilloso. Remigio era bueno y barato, aunque no se pudiera añadir lo de bonito. Decidí invitar a Fabián a unas gambas cualquier día de estos para agradecerle el soplo.
No sé si es un punto de vista demasiado pesimista, pero siempre sospecho que las cosas empiezan a ir mal en cuanto veo que van demasiado bien. Las alarmantes buenas noticias se sucedieron con rapidez. Un día, poco después de la charla antes referida, Amador me indicó su deseo de estudiar la carrera de ciencias físicas y me abrumó a preguntas sobre las materias que se cursaban en la especialidad. Le confesé avergonzado mi completa ignorancia al respecto; añadí un par de observaciones irónicas sobre su recién descubierta vocación pero ni se molestó en enfadarse. Luego encontré abandonada la calculadora que le había comprado a comienzos de curso porque, según él, le era del todo imprescindible. Se la olvidó encima del frigorífico y no volvió a ocuparse de ella. Cuando comenzó la bronca de rigor, me cortó con un desenfadado "Tranqui, papi. Ya no la necesito. Lo hago todo de memoria". ¿Quería eso decir que se le acababa el sospechoso entusiasmo por la asignatura suspendida?
-No se preocupe -me graznó cortésmente Remigio-. Trabaja bastante y va muy bien.
Luego, el colmo. Amador me comunicó que a partir del día siguiente iba a empezar a dar clases también por las tardes.
-Jodas las tardes? -ahora fui yo el consternado.
-Sí, todas.
-¡Pero si me ha dicho que vas bien!
-No te enteras, papi. No es que lo necesite para aprender lo del cole. Eso está chupado y ya me lo sé todo. Ahora estudiamos otras cosas. Ya te he dicho que quiero aprender física.
-Ya, sí claro, bueno, pero... Me va a costar el doble.
-Tú, tranqui. No va a cobrarte ni un duro más. ¿Sabes? Me ha dicho que le gusta darme clase.
Maravilloso. Es decir: demasiado maravilloso. Pero no tuve más remedio que asegurar que me parecía muy bien.
Mi curiosidad por Remigio y sus hechizos docentes aumentaba día tras día. ¿Cómo se las habría arreglado para convertir a un caso particularmente grave de indolencia juvenil en un futuro candidato al Premio Nobel? Me formulé in pectore varias hipótesis, algunas incluso un poco pornográficas. La más gratificante para mi orgullo paterno era la de que tenía mal conceptuado a Amador, cuyos resultados desastrosos quizá se debieron a la torpeza de sus otros maestros, pero en el cual se escondía latente el genio de la física. Esperando la mano de nieve que lo activase, como el arpa de Bécquer...
Una tarde me acerqué casi sin querer a la puerta del comedor en el cual daban clase. A través del cristal esmerilado vislumbré la sombra de Remigio en pie junto a mi hijo e inclinado sobre él, como un Mickey Mouse enorme. Le estaba, dictando un problema con su habitual voz griposa:
-Si la nave a Yuggoth lleva 300 pasajeros, además de su carga habitual en... (no entendí la palabra, no sé qué de "congelados") y aprovecha la marea gravitatoria de... ¿cuánto combustible orgánico será necesario para ...?
-¿Vamos por el hiperespacio? -comentó aplicadamente- Amador.
-Claro, como siempre.
El hombrecillo tenía imaginación, no cabía duda. Por lo oído, se ganaba el cariño de sus alumnos a base de sustituir los clásicos enunciados de los problemas por historietas de ciencia-ficción. Buen truco. Quizá tuviese otros aún mejores que explicasen convincentemente su éxito como profesor. Durante la cena le hice no sé qué broma tonta a Amador respecto a "Yuggoth" y "naves hiperespaciales" pero no conseguí ni siquiera hacerle sonreír. Comentó en tono enfurruñado:
-Has estado escuchando.
-Pasaba por allí y... Bueno, no creo que se trate de ningún secreto, ¿verdad? Es sólo una clase.
-No debes escuchar.
-Pero..:
-Es mejor que no escuches. intenté reírme ante su tono, pero se me atragantó algo. Me había hablado con la voz que de vez en cuando ponía para recomendarme que no bebiera tanto o que no fumase puros: preocupado por mi salud. Francamente, sentí más inquietud que agradecimiento.
Luego llamaron desde la hemeroteca municipal, preguntando por Amador. Tenían a su disposición las fotocopias que había encargado días atrás. Mi hijo siempre fue muy aficionado a los recortes de prensa y hace tiempo me había comentado algo sobre un álbum que preparaba para mayor gloria de su ciclista predilecto, el irlandés Sean Kelly. Supuse que esas fotocopias serían documentos para su colección. Como yo pensaba ir a una librería muy próxima a la hemeroteca, decidí recogérselas y traérselas a casa para darle una sorpresa amable. La sorpresa me la llevé yo: ninguna de esas 20 o 30 páginas de periódico fotocopiadas guardaba relación con las victorias de Sean Kelly. Pertenecían a distintas publicaciones de todo el país y reproducían sucesos varios, sin ninguna relación aparente entre sí. En una de ellas se mencionaban extraños fenómenos atmosféricos producidos cierta noche de verano en el cielo de Santander. Otra recogía la declaración de un testigo presencial -me dio la impresión de que era un exhibicionista o alguien con sus facultades mentales perturbadas- que contaba cómo había visto formarse un remolino en el mar frente a la costa de Lekeitio, en una tarde de perfecta calma. Incluso llegaba a mencionar que algo había asomado un instante por el vórtice de las aguas enloquecidas... Tres o cuatro trataban de misteriosas desapariciones de niños en diversas regiones. La hoja más desagradable reproducía una borrosa y supongo que amañada fotografía de los restos putrefactos de un bicho grande, vagamente parecido a un calamar, que empleados de limpieza municipal habían pescado en una alcantarilla céntrica de Barcelona. La más imbécil de todas recogía la hipótesis, tratada medio en broma medio en serio, de que Jack el Destripador fuese un ser procedente de otro planeta y que había retornado a él tras cometer sus crímenes. El resto eran vulgares noticias de ovnis vistos aquí y allá, tan simplones como todas las de este género, ¿Qué puedo decir de la impresión que me produjo todo este material? Mi sentido común me indicaba que era una antología de rarezas típicas del más normal de los adolescentes, ávido como casi todos de maravillas baratas. Pero un pálpito más oscuro, una punzada instintiva, me dijo que algo iba mal. Muy, pero que muy mal.
Y ha sido esta noche cuando lo peor ha sucedido. Algún ruido en la casa me ha despertado, a las tres o las cuatro de la madrugada. Estaba a punto de levantarme para averiguar qué ocurría cuando la puerta de mi cuarto se ha abierto. La voluminosa y familiar figura de Amador -¡cómo crecen estos críos!- se ha recortado a contraluz en el umbral. Tras él había una especie de vago resplandor de un color insano, ajeno. He oído un rumor de cuchicheos sibilantes e incluso me ha parecido ver pasar una sombra de alguien agachado o quizá que caminaba a cuatro patas. He notado la impresión de actividad que la casa transmite, trabajo, vigilancia, cálculo.
-Por favor, papá, no te levantes. No salgas para nada ni por nada del cuarto. Hoy tengo examen.
-Amador...
-Es mejor que no interrumpas. Se trata del examen final. Si apruebo....
Me hizo con el pulgar su clásica señal de despedida y cerró la puerta. Aquí estoy, en la tiniebla. Con los dedos clavados en la sábana repito desesperadamente: "¡No apruebes, hijo mío! ¡Suspende, por favor! ¡Suspende!". Pero no me hago ilusiones. Ya no es un vago, ay, mi chico. Ha estudiado mucho.
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